Cap. 9: Sacrificio egoista

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Pude sentir una melodía militar en ese momento

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Pude sentir una melodía militar en ese momento. Pisé con perseverancia, tomando el lugar, haciéndolo mío; pasando al interior de los vestidores e ignorando efusivamente las miradas de extrañeza, sorpresa e interrogantes que los miembros del equipo de basquetbol masculino me daban al caminar por sus lados sin detenerme, sin saludar, sin hablar, sin contemplar su masculinidad y avergonzarme; solo buscando mi objetivo al final del último camerino donde divisé los rulos rubios del Felixiano.

Respiré recobrando el aire perdido en la corrida que di desde la entrada hasta ese lugar. El ruido de mis pulmones tomando oxigeno llamó la atención del rubio, haciéndolo girar hacia mí con algo de ingenuidad, asombrándose, no esperando verme en tal lugar con él en fachadas íntimas y frescas, recién salido de las duchas.

Rebeldes gotas de agua caían de su cabello y cuerpo, cuyo, aparte de expuesto y solo cubierto con una toalla blanca en su cintura, se notaba rígido, sus músculos estaban tensos, sus mejillas rojas, su mirada fijada en los míos, apotrados y nerviosos.

Terminé de inhalar y exhalar y me enderecé, cerrando la puerta del camerino para que no nos interrumpieran, ni los chismosos exhibicionistas asomaran sus narices a este asunto. Félix tragó saliva, aprovechando que me di vuelta para ponerse la ropa interior. Lamentaba interrumpir su preparación y no haberle dado ni tiempo de vestirse, pero no iba a dejarlo salir al juego en esas condiciones físicas.

Ya asegurada que la segunda prenda de vestir se deslizó por sus piernas y ya tenía el pantalón puesto, solté el bisel de la puerta y giré sobre mis talones, precavida de vacilar a toda costa la atención de su semi esculpido torso, más mis más primitivos pensamientos de lo bien trabajado que se veía.

—Cabe destacar, no hago esto por placer si no por moral —Me atreví a iniciar, fijando de nuevo mis ojos en los suyos e ignorando lo enrojecido que tenía el rostro. Se veía muy tierno.

—¿Qué-qué? —Tartamudeó sin entender.

Suspiré, alargando mis llamados de paciencia entre dientes.

—¿Estás demente o se te salió un tornillo? —Solté de una—. Tienes una herida en el hombro y, ¿piensas jugar en el partido?

—¿Viniste hasta aquí solo por eso?

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