Cap. 16: Su dulce inocencia

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Antes de volver a casa, recordé el incidente del robo del día anterior y me desvié al mini mercado más cercano

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Antes de volver a casa, recordé el incidente del robo del día anterior y me desvié al mini mercado más cercano. Compré un par de cosas necesarias que servirían para complementar con lo poco que había en casa; pagué y, saliendo, tomé el primer autobús que conseguí.

No tardé en llegar, cruzar la peligrosa calle y entrar con más tranquilidad a mi casa. Puse de nuevo el cerrojo y el candado, pasé llave y corrí las cortinas, teniendo todo listo para otra noche segura, valga la redundancia, y en dado caso que no, bates de madera esparcidos por todo el lugar.

Cansada, arrastré mis pies a la cocina y tomé, muy sedienta, un vaso con agua. Mi botella se había acabado minutos después de la segunda hora de clases y, tal como la cafetería, era mejor olvidar la existencia de los bebederos. Enjuagué el vaso y lo volví a poner en su sitio. Dejé lo que compré en el refrigerador, el cual tras cerrar la puerta dio otro de esos agradables sonidos que hacía pensar que en cualquier momento explotaría, característicos de su vejez y estropeado funcionamiento, igual que el resto de la casa.

Bajé a mi habitación en el sótano. Todo seguía como en esta mañana: sin diferenciarse del orden con el desastre. Iniciando por el último peldaño de escalón, a la izquierda, pegado de la pared; estaban mis dos de tres pares de calzado, constituido por unas sandalias abiertas, unos zapatos de salir de noche que nunca usaba —y no creía que usaría—, por último, los que traía puesto.

Siguiendo estaba mi cama, estirada con una única sabana, el cobertor doblado sobre lo que se suponía que era la almohada, pero que era más plana que una tabla. Al lado estaba un pequeño estante de metal con cuadernos, una lata con lápices, una tijera y dos pinceles, una caja de acuarelas, hojas, un par de fotos enmarcadas, libros viejos de texto y novelas, y un florero con flores artificiales. Más allá, pegado de la otra pared, estaba el pequeño armario, azul cielo con flores rosas, negras y violetas. Y finalizando, en el suelo, una alfombra circular donde, cada vez que el tiempo se me hacía eterno, me tumbaba sobre ella y, en todas las posiciones, me ponía a releer las pocas novelas prestadas de la biblioteca de Houston.

El espacio era cómodo, no muy grande ni muy pequeño, de colores claros en durazno, tranquilo y acogedor, y lo suficientemente funcionar para que una adolescente de dieciséis años pudiera hacer su vida. Bueno, hiciera el intento. Muchas partes estaban deterioradas y daban la impresión de que en que cualquier momento se caería la casa; había polvo, pocas telarañas y el piso no tenía cerámica ni nada que tapara los raspados del cemento, por eso la alfombra. Pero era lo que había.

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