25. Kenna

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Buenos y malos, ¿no son lo mismo?

Es medianoche cuando salgo de la cama intentando no despertar a mamá, que se quedó dormida abrazándome.

Mientras me pongo la bata sobre el pijama, contemplo que por primera vez en días parece estar en paz.

Después de haberse quedado conmigo en el baño, sosteniéndome por quién sabe cuánto tiempo mientras yo me quejaba, lamentaba y explotaba en rabia y lágrimas, me ayudó a llegar hasta la habitación y le pedí que se quedara a pasar la noche.

Harriet Margaret Quinn mandó al diablo el trabajo y se quedó, no sin antes llamar a papá para notificarlo y oírlo darnos las buenas noches y prometer que en la mañana, tras dar sus clases, vendría con una sorpresa.

Los admiro mucho. No sé lo que es tener un hijo, pero pensar que la persona que más amas —incluso más que a tu pareja, tus padres y tus hermanos— tiene su vida en relación de dependencia con la suerte... Debe ser lo peor.

Necesitar un trasplante de corazón implica que alguien muera para que yo pueda vivir.

Sé que ellos son buenas personas, pero ¿no estarán deseándole el mal a alguien, a cualquiera, para que yo siga viviendo? ¿No es lo que secretamente desean todas las familias de todos los enfermos como yo?

¿Yo no lo anhelaría si fuera uno de ellos quien lo necesitara?

A veces me siento culpable. De no ser por mí, no estarían contando los minutos para que el mundo se cobre una vida más.

Me deslizo fuera de la habitación, no sin antes detenerme para mirar ese corazón de plástico que Roel me regaló uno de los primeros días. Lo agarro antes de encaminarme hacia lo de mis vecinos.

Peter, para mi sorpresa, está despierto. La luz de la lámpara de noche deja visible que está leyendo un libro. Me nota y con un movimiento de cabeza me invita a pasar, así que deslizo la puerta corrediza sin hacer ruido.

Roel ronca débilmente sobre su improvisada cama, que son tres sillas juntas a modo de colchón. Duerme boca arriba, con una mano rozando el piso y otra sobre el pecho. También le cuelga de la última silla la pierna izquierda, que con un movimiento espasmódico me dice que debe estar soñando.

—Lo peor son los gases, no los ronquidos —afirma su hermano—. Son sigilosos y mortales. Si no me mata el cáncer, ellos lo harán.

Reprimo una sonrisa algo asqueada, jugando con el corazón en mi mano.

—¿No puedes dormir? —pregunta en un surruro, tras un breve silencio, deslizando sus ojos mieles hasta los míos.

Niego con la cabeza.

—Así que quería ver si podía hacer algo productivo en mitad de la noche y venir a darle las gracias. —Señalo a Roel con el índice—. Envió a mi mamá cuando la necesitaba —resumo, aunque por la débil sonrisa que le curva los labios, asumo que ya lo sabe.

—Tiene experiencia en identificar y conseguir lo que las personas necesitan. —Se encoge de hombros—. Es su don. El único que tiene, en realidad.

—¿No es también un don irritar a todas las personas a tu alrededor? —inquiero.

—Vamos a clasificar eso como «maldición».

—Una de las tantas que tiene —añado, haciendo que esta vez se ría él.

—Amén.

El mutismo reina un rato más. Sorprendentemente no me siento incómoda. Peter transmite algo tranquilizador a pesar de su humor ácido.

Capaz que entre enfermos nos entendemos.

—Es un buen hermano —murmuro—. No tan buen besador, pero sí un gran hermano. Se nota.

—Sin duda —asegura—. Pues... —vacila un momento y frunzo el ceño cuando cierra el libro en su regazo—. Ya que estás aquí y sé que él tiene el sueño lo suficiente profundo para no oírnos, quiero aprovechar para decirte algo. —Inhala con pesadez—. Espero que no te lo tomes a mal, Kenna.

Lo que digo para salvarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora