47. Roel

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Obedecer a la progenitora

—¿Hasta la terraza? —pregunto desconcertado cuando mamá me apresura a entrar al elevador.

—Hasta la terraza —repite.

Sale de la caja de hojalata y pone los brazos en jarras en la espera de que oprima el botón.

—Pero la terraza es aterradora de noche. Al menos acompáñame hasta arriba, ma.

Rueda los ojos.

—¿Cuántos años tienes, cielo? ¿Cinco?

—En lo que respecta a terrazas oscuras de hospitales por donde vagan fantasmas... Sí, tengo cinco. —Abro los brazos para expresar mi dramática desesperación—. ¿Por qué no vas tú a buscar la silla de ruedas que dejó la señora Manzanni ahí? Haz tu trabajo.

—Adiós, Roel.

Se inclina con rapidez dentro del elevador, presiona el botón y retrocede. Abro la boca para quejarme e incluso trato de salir de ahí, pero las puertas se cierran antes de que lo logre.

Siempre me envían a mí por las cosas de otros.

Un señor de la tercera planta suele olvidar sus anteojos en el área de kinesiología, y cuando paso frente a su puerta, se aprovecha. El enfermero de apellido Gómez me pide que vaya por el cargador de su celular a la sala de descanso cuando tiene turno en recepción... ¡Incluso la señora de limpieza me hace alcanzarle el limpia vidrios cuando ya está sobre las escaleras!

Ser tan buena persona es algo cansador, pero no me quejo siempre. No es como si estuvieran explotándome. Esto es algo recíproco. Gracias a todas las cosas que hago, luego tengo muchos favores que cobrar. 

El ascensor se detiene despacio. Subo el cierre de mi sudadera porque es una noche fría. En cuanto las puertas se abren y salgo a la inmensa terraza del Hospital Timothy Walls, veo algo.

Hay una Kenna Hamilton Quinn aquí.

—¿Pero qué...? —susurro.

La silla de ruedas de la señora Manzanni no es la única que está aquí. Hay otra a su lado, y también una camilla de las viejas —lo sé porque las nuevas tiene las patas azules— con un mantel sobre ella. Hay un pastel marmolado, mitad de vainilla y mitad de chocolate, junto a platos, vasos y cubiertos. Todo está iluminado por luces de emergencia portátiles, de esas que se usan rara vez dado que pusieron un generador de emergencia el año pasado. 

Ella está de pie a unos diez pasos de mí, con las manos en jarras, justo como lo estaba mamá. Una pequeña sonrisa tuerce sus labios y está envuelta en pantalones de gimnasia y quién sabe cuántos abrigos más. 

—Hola. —Es lo único que se me ocurre decir, como un tonto.

—Hola.

Me río. Entiendo todo ahora. Niego con la cabeza como si el gesto pudiera drenar la felicidad excesiva que siento dentro y que podría hacerme explotar en cualquier momento.

No puedo creer que hicieran esto... Mamá, mi hermano, ella.

—Hola —repito al esconder las manos en los bolsillos de mi abrigo cuando me acerco.

—Hola. —Esconde sus propias manos y la sonrisa es su rostro crece.

Estamos enfrentados a solo dos pasos de distancia. La suave pero gélida brisa hace bailar algunos mechones de su cabello, tan oscuros que se pierden en el color de la noche. Sus mejillas y su nariz están enrojecidas. 

—Esto es una cita —confirmo, no pregunto.

—Esto es una cita —asegura.

¡Esto es una cita, no un simulacro! De verdad está pasando. Estoy en mi primera cita y mamá no me dio ningún consejo.

Creo que sabe que no lo necesito. 

Entonces, de la nada, suelta:

—Y una celebración, Roel. —Le brillan los ojos y se me corta la respiración por lo preciosa que es—. Peter tendrá su trasplante en unos días... Sorpresa.

Lo que digo para salvarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora