Epílogo 1/2

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Cuatro años más tarde...

Kenna

—Tienes que salir de fiesta, hija —dice papá a través de Skype, mientras acaricia a Tigre, que se subió a su regazo y ocupa gran parte de la pantalla—. Hasta tu madre salía a mover el bote los fines de semana.

Mamá le da un golpe en el brazo. Él responde con una sonrisa de autosuficiencia. Estoy segura que están rememorando alguna noche universitaria de la que no quiero saber.

—Y lo hacía genial, para que conste —añade ella—. Ben, saca al perro afuera, y tú, Kenna, sal a ver la luz solar o lunar de vez en cuando. Maise nos mantiene actualizados, ¿sabes? —Arquea una ceja—. Por más que me encante compartir mi amor por el café contigo, no puedes solo salir de tu cuarto para ir por cafeína o a clases. 

—Maise es una chismosa —replico alto, para que me oiga. 

—Gracias, espero recibir un premio por eso más tarde —dice tapada desde su cama, sin despegar la vista de la pantalla.

Luego de rendir un examen, tiene como tradición encerrarse a maratonear películas por el resto del día. Asegura que se lo merece y que la ayuda a desconectar su cerebro, que se sobrecalentó con el estudio.

—Además, no creo que quieran que me alcoholice y tenga una resaca antes del examen de anatomía del lunes —recuerdo a la vez que Tigre se baja de papá y mamá le lanza una mirada desaprobatoria por la cantidad de pelo que dejó por todas partes—. Estoy segura que el Decano de Columbia no aceptaría eso.

—Serás una gran médica, cariño —dice la señora Hamilton-Quinn, orgullosa, olvidando el objetivo por un segundo.

Papá se aclara la garganta y es su turno de mirarla con reproche.

—Kenna, sal a ver la luz del sol —ordena—. Maise, no le abras la puerta de nuevo hasta que no haya estado al menos una hora afuera, ¿entendido?

—¡Sí, papá adoptivo! —grita la chica.

Ruedo los ojos y cierro los libros que están abiertos frente a mí para apilarlos.

—Saben que puedo ir a encerrarme a la biblioteca, ¿verdad? —Me pongo de pie y enrosco mi vieja bufanda alrededor de mi cuello.

—Al menos ahí podrás ver a alguien que no sea Maise —replica mamá.

—Nos vemos el fin de semana siguiente, ¿sí? Espero que me cocinen algo elaborado, porque a pesar de que no lo creía posible, comer hamburguesas y pizza puede cansar. —Tomo los libros—. Los amo, adiós.

Cierro la laptop mientras me dicen que me aman al unísono.

—Media hora y me dejas entrar, ¿trato? —propongo a mi compañera de cuarto.

—¿Me traes un chocolate cuando vuelvas?

—¿Con quién crees que estás hablando, Ronaldo? —me burlo, dándole la seguridad de que lo haré.

Los amigos están para sobornarse mutuamente.

Me guiña un ojo cuando abro la puerta.

—25 minutos, cortesía de la casa. Diviértete al aire libre, Messi.

Siempre me gustó el otoño. No estoy segura de por qué. En realidad, los cambios de estación acarrean una temporada de pañuelos descartables y resfrío para mí, pero también cosas placenteras; escuchar las hojas crujir bajo los zapatos, ver todo en colores amarillos, rojos, naranjas y marrones, y, sobre todo, sacar los suéteres del armario luego de un largo verano sufriendo el calor.

Mientras me decido por ir a la biblioteca o a un café, camino sin rumbo por uno de los senderos. Así también mato algo del tiempo en que mis progenitores pretenden mantenerme fuera de las cuatro paredes de mi cuarto. 

Cuando apenas salí del hospital luego de la cirugía, me prometí que jamás volvería a encerrarme. El año que le siguió me la pasé más afuera que dentro, y seguí así hasta que llegué a la universidad. Ahora no puedo despegarme de los libros. Sé que no es exactamente sano, pero se me hace imposible. Me gusta estudiar. Me apasiona, en realidad. No hay nada mejor que dedicarte a lo que más te gusta, porque una vez que lo logras notas que no se parece en nada a un trabajo, sino todo lo contrario.

Me detengo y cierro los párpados. El calor del sol sobre mi piel se siente muy...

—¡Cuidado! —gritan.

Mi corazón se precipita de golpe contra mis costillas y el miedo me recorre de pies a cabeza cuando abro los ojos de golpe. Una bicicleta que viene a toda velocidad se desvía del sendero para no atropellarme. En consecuencia, se estrella de frente con un árbol. La rueda delantera colapsa contra el tronco y el chico cae en el colchón de hojas secas con un alarido. Decenas de cartas y paquetes vuelan por los aires en una lluvia de desastrosa papelería. Con los libros aún aferrados fuertemente al pecho, salgo de mi estado petrificado y corro hacia él. 

—¡Hey, ¿estás consciente?! —Quito la bicicleta que yace sobre su cuerpo. La rueda trasera sigue girando cuando lo hago—. ¿Estás bien? —insisto, sin poder ver el rostro por el abundante cabello que lo cubre.

—Estoy vivo, pero creo que me clavé el pedal en una costilla —dice con tono ligero y juguetón, aunque adolorido. Sopla para apartar los mechones castaños fuera de su cara. Sin mucho éxito, se incorpora sobre sus codos y el cabello cede a los lados. Es lo suficiente largo como para rozarle la barbilla—. Esta es la parte donde me agradeces por no atrope...

—¿Roel? —interrumpo aturdida.

Lo que digo para salvarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora