17. Cassie y Abel - Cassie

271 74 36
                                    


Cassie - Philadelphia

Fábrica abandonada - 21.50pm


Avanzamos por los pasillos de la fábrica, casi prácticamente a oscuras. La única luz proviene de un par de faroles demasiado altos como para realmente iluminar nada y, como está lloviendo, las nubes tapan la luz de la luna que, tal vez, podría colarse por los sucios y rotos ventanales superiores. Keeper nos precede, olisqueandolo todo. Sigo asiendo la mano de Abel con fuerza, aunque no demasiada, para darle confianza. Está asustado. Parece que es la primera vez que está solo sin su hermano y no se va a quedar tranquilo hasta encontrarle. Tengo que intentar tranquilizarlo y animarlo.

— ¿Cuántos años tienes? — le pregunto, pero él no me contesta.

Suspiro. No pienso darme por vencida.

— Yo tengo doce, aunque la gente dice que aparento más.

De nuevo, no obtengo respuesta.

— ¿Dónde vivíais antes de venir aquí? — pregunto.

Noto temblar la mano de Abel, y me giro para mirarle. Sus ojos tienen la mirada perdida, y le tiembla el labio. Tiene una expresión de miedo. Creo que he preguntado algo que no debía, así que me apresuro a seguir hablando.

— Yo antes vivía en un orfanato, ¿sabes? Un orfanato lleno de niñas. Y eran todas odiosas — le confieso, perdiéndome en mis propios recuerdos. — Había una en especial, Harriet Morrison. ¡Arj, me la tenía jurada! — exclamo, frunciendo el ceño. — No hacía más que fastidiarme. Me robaba la ropa en los vestuarios, me empujaba a la piscina, me tiraba comida en el comedor cuando no miraban los profesores... ¡Ugh, como la odiaba!

Mis recuerdos vuelan a esos momentos en el orfanato cuando, después de intentar con todas mis fuerzas que el resto de niñas me creyeran cuando les decía que sentía peligro, que había fantasmas en el edificio, todas se volvieron en mi contra y decidieron por unanimidad que yo era rara y merecía ser marginada por ello.

— ¿Quieres saber qué hice? — le pregunto, girándome para verle, y justo lo pillo apartándome la mirada, como si hubiera estando contemplándome durante este tiempo pero se viera incapaz de sostenerme la mirada.

Sin embargo, asiente, casi imperceptiblemente. Sonrío. Me da tanta ternura. Aparto la cabeza, para no hacerle sentir mal ni causarle vergüenza, y permitirle que me siga mirando, si así lo quiere.

— Un día, en clase de equitación, ella decidió que iba a montar primero. Porque le apetecía – añado, con burla. — Y me dejó a mí ensillando al caballo sola. — Suelto una risita. — Error, estúpida Harriet. Le dejé la silla floja, y cuando se subió y el caballo empezó a andar, se cayó al suelo delante de toda la clase. — Me río, recordando el golpe que se dio. — ¿Y sabes qué es lo mejor? — termino, ya prácticamente entre risas. — Que esa mañana había llovido y estaba todo lleno de barro. ¡Imagínate cómo se puso! ¡Lo que pudo llorar!

Y esta vez no puedo evitarlo y me río de verdad.

— ¡Jódete, Harriet! — exclamo, alzando el puño libre al cielo. — ¡Nadie se mete con Cassidy Holmes!

Luego me doy cuenta de que he dicho una palabrota delante de Abel, y que tal vez mi historia lo ha asustado, así que añado.

— Pero tranquilo, no le pasó nada más. No se rompió ningún hueso.

Una pena, añado para mis adentros, pero no lo digo en voz alta. Nos topamos entonces con un cruce de pasillos, uno lleva hacia la izquierda a lo que parecen unas escaleras, y la otra parte sigue recto. No sé por dónde ir.

— ¿Por dónde vamos ahora? — le pregunto a mi mudo acompañante.

Abel no responde, pero ya me lo esperaba. Miro a Keeper, que se ha adelantado un poco por el pasillo que continúa recto pero, al ver que nos hemos detenido, retrocede.

— ¿Por dónde piensas tú, Keeper? — le pregunto al perro.

Como si hubiera entendido mi pregunta, vuelve a echar a andar hacia el pasillo.

— Pues seguimos recto – declaro.

Avanzamos despacio, pues hay menos luz que por dónde venimos. Noto que Abel aprieta con más fuerza mi mano, como si temiera volver a caer. Yo se la estrecho también, para darle seguridad.

— Pisa donde yo pise, y así no nos caeremos – le explico.

Noto que el niño sigue mis movimientos, obediente. Al cabo de casi dos minutos, escuchamos el ruido de agua que cae, como una gotera, y avanzamos hacía ahí, simplemente por tener un destino, ya que no vemos prácticamente nada.

— Ugh, a este sitio le vendría bien un poco de iluminación, ¿no te parece? — comento.

No hay respuesta.

— Tal vez mañana podríamos ir a un supermercado y comprar... estas barritas que se parten y dan luz de colores – le digo, ilusionada ante la idea. — Las he visto en la televisión. Sería bonito iluminar este antro con luces de colores. ¿Cuál es tu color favorito? — le pregunto, sin girarme, con la esperanza de que me responda.

Para mi sorpresa, lo hace.

— Violeta – dice, con voz suave y baja.

— ¿Y por qué el violeta? — pregunto, esta vez por curiosidad, no por sacar conversación.

Abel no responde y temo que, de nuevo, sea una pregunta demasiado intrusiva para él. Pero, entonces, cuando pensaba que me iba a quedar sin respuesta, vuelve a hablarme.

— Por los ojos de Micah.

No digo nada en unos segundos, pero no puedo evitar que mis comisuras se curven hacia arriba. Es increíble el amor que le tiene a su hermano mayor.

— Es una estupenda razón – le admito. — El mío es el rosa – le confío —, como los tuyos.

No puedo evitar detenerme y girarme a mirarle al decirlo, y me topo con su mirada sorpresiva. Abre la boca para decir algo, pero se lo piensa mejor y la cierra, apartando de nuevo su mirada.

— A mí... — murmura él, con una voz tan baja que tengo que hacer esfuerzos para escucharle – no me gustan mis ojos.

— ¿Por qué? — pregunto.

— Cuando hay mucha luz, me duelen – susurra.

— Oh, vaya – comento.

Supongo que tiene que ver con su condición de albino. Recuerdo la explicación de Caleb, que su piel y pelo eran blancos porque carecían de... esa cosa rara cuyo nombre no recuerdo que le da color a las cosas. Pero no supo decirme por qué sus ojos tenían ese color.

— ¿Y no sabes por qué tus ojos son de ese color? — le pregunto, interesada.

Abel niega con la cabeza, incapaz de mirarme. Suspiro, encogiéndome de hombros.

— Bueno, sea cual sea la razón, a mí me gustan.

El niño levanta un segundo la mirada, pero cuando sus pupilas se topan con las mías, vuelve a apartarla. El hecho ya me produce ternura, incluso diversión. Sonrío.

— Venga, sigamos – le apremio. — Tu hermano nos espera. ¡Keeper, guíanos! – le digo al perro, en tono grave, como si fuera nuestro capitán, cuyo objetivo es llevarnos a una tierra lejana y misteriosa.

Tiro de la mano de Abel, y él me sigue.

HUNTERS ~ vol.1 | COMPLETAWhere stories live. Discover now