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—...tienes que dejar de hacer eso —Observó Harry, en voz baja—, se darán cuenta.

Draco bajó la botella de agua, después de darle un largo trago que la dejó por la mitad, y el envase se recargó solo bajo su mirada. Él arqueó las cejas y le dirigió un vistazo despectivo, que iba acompañado de un bufido.

—Oh, sí, los camellos notarán que hago magia —Soltó, mordaz y ceñudo—, olvidé que pueden hablar con los muggles.

Harry lo reprendió con un gesto silencioso, que hizo al otro rodar los ojos. No era una sorpresa; Draco no aprendió a lidiar con los ambientes calurosos hasta seis meses luego de haber instalado el Inferno en una ciudad que no tenía época de lluvias desde hace años (de ahí el nombre de la tienda), pero no toleraba el sol más de unos minutos, y cuando algo semejante ocurría, él se hacía incluso más irritable que de costumbre.

Ni los amuletos para refrescarse, ni los encantamientos en la ropa y el klaft*, podían hacer algo por su mal humor. Tenía la piel permanentemente enrojecida, a pesar de que se exponía lo mínimo, y de repente, soltaba exhalaciones por la boca, como si tuviese que regular su temperatura de algún modo. Harry, a comparación, no sentía una gran diferencia con un día caliente en el barrio mágico en que vivían, y su novio se enfadaba más porque no compartiese su sufrimiento.

—¡...los conseguí, mira, los conseguí!

Por la manera en que lo observó, estaba claro que la única razón de que no le lanzase una maldición punzante a Marco, era que estaban en un atestado bazar, y aunque algunos egipcios acostumbraban ver más magia, sin notarlo, que la mayoría de los muggles del mundo, era mejor no tentar a la suerte cuando se trataba de extranjeros, menos en el tipo de viaje que ellos llevaban a cabo.

El muchacho lucía más joven dentro de la holgada ropa egipcia que tomaron prestada al llegar, desentonaba por los rasgos demasiado finos, y a la vez, parecía hecho para estar en lugares así. Que pudiese atravesar la multitud sin chocar a nadie, ni dejar caer lo que llevaba, era de por sí, muestra suficiente de lo hábil que era para moverse por los sitios más extraños.

Draco apretó la mandíbula y se abstuvo de amenazarlo cuando le sujetó los brazos, levantando apenas las mangas ligeras para ajustarle un par de brazaletes gruesos, que aparentaban ser de oro, con unas runas que emitieron un muy débil resplandor al contacto con su piel. Un momento más tarde, parpadeaba, como extrañado, y miraba alrededor, y luego a Marco, con discreta inseguridad. Él sonreía, orgulloso de sí mismo.

—Funcionan, ¿verdad?

—Sí, algo así. Sólo un poco —Se negó a cederle la razón, pero tampoco hacía falta. Marco parecía complacido con ayudar.

Se bebió otro largo sorbo del envase que se recargaba solo y caminó por delante de ellos, sin importarle dejarlos atrás o ver por encima del hombro para asegurarse de que lo seguirían. Las personas le abrían paso por la mirada de aristocrático disgusto que les daba, una que, a su pesar, le recordaba al Lucius Malfoy que habitaba en sus memorias.

Para romper una maldiciónWhere stories live. Discover now