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Un cocodrilo negro, con la barriga y patas recubiertas de brillantes piedras semipreciosas, se alzó desde el agua sucia en un movimiento rápido y cerró la mandíbula frente a él

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Un cocodrilo negro, con la barriga y patas recubiertas de brillantes piedras semipreciosas, se alzó desde el agua sucia en un movimiento rápido y cerró la mandíbula frente a él. El chasquido de los enormes, amarillos, dientes lo hizo estremecer, y el aliento horrendo le golpeó el rostro.

La criatura bajó la cabeza al reconocerlo. Harry le frotó un costado de la misma y lo dejó ir de regreso con el resto, ojos ámbar en cabezas duras y pequeñas, que observaban desde la superficie líquida. Cuando estuvo de vuelta, se posicionaron lado a lado, en una hilera, y tuvieron la apariencia de un camino de extrañas rocas, por el que avanzó.

El pantano tenía los árboles de troncos más nudosos y gruesos que había visto en su vida, crecían sin límite imaginable y no dejaban ver ni un centímetro del cielo con sus retorcidas ramas y las caídas de 'barbas'. Donde el musgo no cubría, había barro, o agua estancada. Sobre su cabeza, oía los pajarracos de dos hileras de dientes y alas brillantes, que mordían a los intrusos, y entre las plantas, escondidas, se arrastraban serpientes de tres y cuatro metros, de piel indestructible, y puede que algo peor. Los cocodrilos eran viejos, lo conocían como amigo y aliado. La más reciente adquisición de Ze, un zorro de seis colas con mal temperamento y que escupía fuego, era lo que le preocupaba.

Harry hacía un esfuerzo, como cada vez que pasaba por ahí, para no mirar fijamente los conjuntos de huesos que colgaban de las ramas, los cráneos de animales incrustados en la punta de lanzas clavadas en el suelo fangoso y echadas hacia un lado, ni los ojos sin brillo que observaban desde diferentes puntos del pantano, medio escondidos detrás de algunos troncos, en el agua, por los tallos. Un coro de murmullos en una lengua extraña se levantaba con su paso y cesaba en cuanto era identificado, unas risas escalofriantes y bajas, un arrastre. La experiencia le decía que tenía que concentrarse en su objetivo, lo demás podía ser una ilusión o un inminente peligro allí dentro.

Se sentó en una barca pequeña, de madera desgastada. En el otro extremo, un muñeco de trapo descolorido, con la boca cosida, ojos de botones, e hilos trenzados que le brotaban de la cabeza, emitió otra de esas risas que hacían que se estremeciese, y con manos invisibles, sujetó los remos. Pronto comenzaron a avanzar a través de la extensión más profunda del agua, donde él sabía, yacía una criatura negra, sin nombre conocido, que lo único que podía hacer era comerse lo que cayese al agua y empezase a moverse. No tenía ganas de ser comido, así que se mantuvo quieto, tieso, sobre la barca, hasta que estuvieron del otro lado, en un islote de barro, que parecía apenas sostenido por las raíces del árbol en el centro, el de mayor tamaño en todo el pantano, y en el que estaba la casa de Ze.

La puerta se encontraba en el tronco, las ventanas más arribas, y de las ramas, las 'barbas' naturales pendían, cumpliendo la función de cortinas. Algunos muñecos de tela descansaban en los tallos más próximos, de diferentes tamaños, colores, formas, pero llevaban la misma característica: los ojos de botones, por lo general, negros y de cuatro agujeros.

Para romper una maldiciónWhere stories live. Discover now