Miniextra 1

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Sobre adivinación y una extraña amistad.

Ze los veía a veces, en sueños, en los fragmentos de visiones que la acosaban de pronto, desde que era una niña.

De joven, recordaría haberle dicho a su padre, la persona en quien más confió hasta el último día, cuando le fue imposible:

Uno es abrazado por la muerte, el otro la lleva dentro.

En algunas ocasiones, creía que se trataban de pesadillas y estaban ahí para hacerle daño. Daban esa impresión, a simple vista.

Sin embargo, conforme creció, observó, conoció, hizo, se dio cuenta de que no tendría nada que temer cuando ellos estuviesen cerca. Una emoción cálida, de fraternal afecto, la invadía al pensar en su encuentro.

En los sueños que tenía, cuando se casaba, a veces también los veía. En otras ocasiones, no; entonces se le hacía una experiencia más triste, dolorosa, y ella sabía, sin necesidad de que nadie se lo dijese, el destino que les deparaba a sus dos adorados chicos.

También le decía a su padre:

Sé que los querré más que a nadie en el mundo. Los querré más que a mi futuro esposo, de una forma diferente. Los querré como si lo fuesen todo para mí.

Y él le contestaba:

No puedes saberlo.

Pero ella lo hacía. Ze lo sabía.

Así que no era una sorpresa que el día en que las piezas por fin comenzaban a caer en su lugar, ya estaba ahí, esperando.

Llovía, el cielo no daba señales de que el agua fuese a menguar pronto. Hacía frío. Ella había salido del pantano por provisiones, a una botica de ingredientes mágicos en el barrio de la ciudad, cuando tuvo el fuerte presentimiento, una punzada aguda en el pecho, que le arrebató el aire, y le avisó, sin palabras, que estaban ahí.

Que era el momento.

Ze aguardó en la esquina de una calle, con las compras entre las manos. Estaba ansiosa, emocionada, preocupada.

Su mente pretendía llenarla de dudas entonces, sobre cómo podía estar segura de que eran buenos, de que estarían allí, pero ella no le prestó atención. La sensación era de magia pura, la impulsaba, la guiaba, la mantenía en paz como pocas otras cosas lograron hacer alguna vez por ella.

Los percibió, antes de que se acercaran lo suficiente. Los había esperado toda la vida, literalmente.

Estaban empapados de pies a cabeza, con ropa sucia, arruinada. No eran de la ciudad, y sin embargo, tampoco cargaban equipaje a la vista. Debían estar discutiendo cuando ella los alcanzó.

—Oigan, ¡oigan! —Llamó. Ambos se giraron; eran cautelosos, pero siempre recordaría que el moreno tenía ojos amables, incluso aunque fuesen desconocidos, y el rubio parecía dispuesto a atacarla a la menor señal de provocación—, si no conocen la ciudad, se van a meter en problemas, magos.

Ellos intercambiaron una mirada. Podría jurar que conversaban por otra vía.

—¿Nos puedes ayudar? —Le preguntó el moreno. Tenía una voz suave, cansada—. Estamos perdidos, se supone que vamos a buscar un traslador.

Ze les sonrió.

—Primero hay que secarlos, ¿saben? ¿hace cuánto que no comen algo decente? Ni toda la magia del mundo evita las enfermedades.

Ambos volvían a observarse, uno más confundido que el otro. Y ella sabía que había hecho bien.

Uno es abrazado por la muerte, el otro la lleva dentro. Creía reconocer cuál era quién.

Para romper una maldiciónWhere stories live. Discover now