Capítulo 1: Lujuria

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Faltan exactamente cinco minutos y veinte segundos para medianoche. Una muchacha menuda, que lleva el cabello teñido de agua, va dejando una cascada que flota estática en el aire gracias a la velocidad de su cuerpo. Corre más por inercia que por motu proprio, pues desde que se dio cuenta de que la estaban siguiendo el miedo pasó a ser el dueño de sus actos. Por eso corre. Corre porque no quiere acabar muerta o violada. Corre porque sabe que ahora solo faltan cinco minutos para medianoche. Corre porque ha escuchado que en estos casos es lo que hay que hacer: correr y buscar ayuda en la primera persona que encuentres. Pero la primera persona que ella encuentra no le sirve. Tiene seis números negros en la muñeca. ¿O son siete? No lo sabe, no le da tiempo a contarlos. Sin embargo, sí que sabe que es un fugitivo y que en cuanto alguien lo encuentre y lo delate será ejecutado por evadir el juicio. Aún así, ojos marrones y verdes se mezclan en ese instante, por unos segundos únicamente. Los suficientes para intercambiar un diálogo en el que sobran las palabras. "Ayúdame, está loco". "No puedo, aguanta". Y ella sabe que es verdad, que no puede ayudarla.

La chica se llama Alessia, tiene dieciocho años pero aparenta quince. Quienes no se dirigen a ella por su nombre, la llaman "niña". Cuatro minutos y medio. El cuerpo de Alessia pasa rozando el del fugitivo. El de su persecutor también. El fugitivo no trata ni tratará de detener a ninguno de ellos, pues sabe que esa muerte ya es inevitable. Una simple cuestión de tiempo. Y la niña corre. Le sabe la boca a sangre y siente las puñaladas que le va propiciando la falta de aire. Piensa en su madre y en cómo ayer le gritó cuando vio el destrozo que, según ella, se había hecho en la nariz. Alessia nunca fue de armas tomar con ella y permaneció en silencio. Cuando vio cómo aparecía un dos negro en la muñeca de su madre, se fue a su cuarto, aún en silencio. Y una vez allí se hartó a llorar. Y se arrancó de golpe el piercing de la nariz. Por eso, a falta de tres minutos para la medianoche, una niña corre con una herida en la nariz que tardará en cicatrizar, por supuesto mucho menos que la que lleva en el pecho desde hace tiempo.

La toma del brazo. La ha alcanzado. Alessia cierra los ojos con fuerza porque no quiere volver a verle la cara, los ojos brillosos, la sonrisa del gato de Cheshire. No sabe cuánto falta para medianoche cuando el hombre la fuerza a apoyarse contra el muro que rodea una juguetería en la que nunca llegó a entrar cuando era pequeña e iba de la mano de su madre. "No seas avariciosa", le decía la mujer, "ya tienes muchos juguetes". El agua del pelo la tiene ahora en las mejillas sonrojadas, resbala por su mandíbula y se pierde. La niña grita cuando su piel es invadida por unas manos que no reconoce. Forcejea sin éxito. Se siente muerta. Quiere que acabe cuanto antes. Sus dedos aprisionan la piedra de la pared, tensos, deseosos de desarrollar algún tipo de poder sobrenatural que les permitan romper el muro, coger un pedrusco, partirle la cabeza en dos al que ahora le baja los pantalones como si tuviese derecho a ello.

—Déjame... Por favor... —susurra destrozada. Petición ignorada. La niña Alessia llora otra vez. —¡Ayúdame! —grita. Sabe que a varios metros de allí un fugitivo de ojos verdes la ha escuchado. Igual se siente culpable. Quizá es solo uno más de estos trastornados. Desde luego, no se moverá para ayudarla. El otro, mientras tanto, le ha desgarrado la camisa. Si su madre se entera, la va a matar. Primero, por haberse escapado de casa. Segundo, por haber estado sola a esas horas por la calle, sabiendo que ellos cazan precisamente en este momento. Tercero, por haber roto la camisa. Técnicamente no había sido ella, pero a su madre eso le daría igual. Era la camisa más cara que jamás le había comprado y ahora, simplemente, estaba hecha jirones.

Su agresor la toma ahora del cabello tintado de azul. Se sirve de él como un mero punto de apoyo, para controlar a su víctima como si se tratase de una marioneta. No, no, no; eso no. Alessia patalea, intenta evitar aquello. ¿Qué pensaría su madre si se enterase de que...? Intenta incorporarse, pero el monstruo la obliga a bajar la cabeza, a inclinarse, a ponerse de rodillas. Lleva una mano al pantalón, se desabrocha la bragueta, se... No llega a bajarse nada más. Se escucha una campanada que proviene de un punto lejano de la ciudad. Los ojos de Alessia se cierran otra vez, encharcados, la respiración tan rápida como cuando vio la muerte de su padre. El loco sonríe, pero Alessia no le da el placer de verle su mueca burlona. En la muñeca del hombre aparece un uno marcado en un rojo tan brillante como el de la sangre. Es medianoche y los códigos de todos los seres humanos vivos se acaban de actualizar.

El número le quema al hombre la muñeca, pero hay algo que le quema aún más. Mira hacia abajo, hacia su entrepierna. Arde. Literalmente. Ya no sonríe. La niña Alessia abre los ojos y, aún en el suelo, gatea y retrocede para alejarse de ese ser. Ahora es él quien grita. Y la niña no se ríe únicamente por si aquello trajese consecuencias. Decide no alejarse mucho, quedarse en el suelo y abrazarse a sus propias piernas para disfrutar el espectáculo. En su iris marrón centellea el fuego que se está cebando con su agresor. Siente de pronto un abrigo posarse sobre sus hombros desnudos. Alza la mirada y ve al fugitivo, que no tiene ninguna expresión en su rostro más allá de la vergüenza. Alessia se lo quita de encima. Ya no le sirve la ayuda. Y en un silencio relativo, interrumpido por los alaridos de un hombre que se quema, los ojos verdes suplican. "No podía hacer nada, lo sabes. Eso es un código dos". Alessia no quiere pensar. Quiere terminar de ver cómo se quema el hombre, ahora por completo. Bailar entre sus cenizas.

Son las doce y media de la noche. Una niña ha recogido del suelo el abrigo que un fugitivo le ha prestado, porque pese a todo, tiene frío. También un poco por vergüenza de presentarse semidesnuda en su casa. Porque tendrá que volver, ¿verdad? ¿Adónde si no? No tiene opciones. Quizá debió haberlo pensado mejor antes de escaparse. Alessia mira las últimas ascuas que iluminan la oscuridad. Lujuria: código número uno. En negro por temas relacionados con la prostitución o cualquier acto sexual que no sea con fines reproductivos. En rojo para los intentos de o violaciones. Muerte por combustión espontánea.

Aquella noche, Alessia llega a casa a las dos de la madrugada. Se planta frente a la puerta y sus nudillos tiemblan al llamar a la puerta. Tarda dos segundos en abrirse y dar paso al rostro severo de su madre. Los ojos de su progenitora la examinan de arriba a abajo lo suficiente para hacerse una idea de lo que ha pasado. La niña va a abrir la boca para disculparse cuando una bofetada le gira la cara. Nota la sangre salir poco a poco de su nariz. Observa a su madre, que guarda silencio y espera a que ella entre en casa. Alessia obedece como un perro y no se queja. Se va directamente a su cuarto, pero no se refugia en su cama para no manchar las sábanas blancas. Se pasa la mano por la nariz y mira su dorso vestido de rojo. Le tiembla el mundo. Alessia no llorará esa noche porque casi la violen, ni porque su madre le haya pegado. Alessia llorará esa noche por el silencio de su madre, por la mirada de decepción y, sobre todo, porque sabe que cuando mañana se actualicen los códigos su madre tendrá un nuevo dos en la muñeca; pero no está segura de si será negro o rojo. Y eso, por encima de todas las cosas, la aterra.

El Código [Watty Awards 2019]Where stories live. Discover now