Parte II: BAJO TORTURA - CAPÍTULO 19

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CAPÍTULO 19

La biblioteca era colosal y extraordinaria. Liam se quedó pasmado, mirando maravillado en derredor la ingente cantidad de libros y pergaminos acomodados en estantes que formaban parte de estructuras tan altas que eran necesarios tres niveles de pasarelas para tener acceso a los libros más altos. Cada tanto, en el elevado techo, había cúpulas con cristales azulados, que dejaban entrar la luz que bañaba las estanterías con un tinte azul. El color del ambiente y su magnificencia le hicieron pensar a Liam que estaban en una especie de biblioteca celestial.

Lug lo tironeó de la manga, al ver que Liam se quedaba parado en medio del pasillo, obnubilado por la gran biblioteca. Liam salió de su estupor y retomó su caminar detrás de Lug. El pasillo con anaqueles parecía interminable. Siguieron avanzando por lo que a Liam le parecieron cientos de metros, hasta que llegaron a un lugar central donde había un enorme escritorio de madera. Sentado en una silla de respaldo alto y hermosamente labrado como una especie de trono, había un hombre entrado en años con una larga y espesa barba y bigotes. Liam se aseguró de permanecer cerca de Lug para que el filtro lo cubriera de la vista del hombre, pero algo debió fallar, porque el hombre no solo levantó la mirada hacia ellos, señal de que los había visto, sino que se puso de pie con inesperada agilidad y corrió hacia Lug. Para asombro de Liam, Lug también corrió hacia el hombre y los dos se dieron un fuerte abrazo.

—¡Lug! ¡Viniste! —exclamó el hombre de la barba con alegría.

—¡Por supuesto! ¿Cómo podía negarme? —le respondió Lug palmeándole la espalda. Luego lo tomó de los hombros y lo escrutó de arriba a abajo: —Te ves... —se mordió el labio sin saber cómo terminar la frase.

—¿Viejo? —dijo el otro, riendo—. Bueno, eso es lo que sucede cuando vives en un mundo donde el tiempo corre más acelerado.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó Lug.

—Veinticinco años —respondió el viejo.

—Oh —dijo Lug sin saber bien cómo reaccionar.

—¿Cuánto ha pasado allá en el Círculo? —preguntó el hombre.

—Dos años —respondió Lug.

—Sí, sí, entonces los cálculos están bien —asintió el otro—. ¿Dónde está Dana?

—En posición en el patio, tal como indicaste, junto con Augusto y Bruno.

—Bien, bien —aprobó el viejo—. ¿Y este muchacho que trajiste contigo? —señaló a Liam, quien estaba cada vez más desconcertado ante la conversación de aquellos dos.

—Oh, este es Liam MacNeal —lo presentó Lug, haciéndole una seña a Liam para que se acercara—. Liam, te presento a...

—Bernard —lo cortó el viejo abruptamente—. Bernard de Migliana. Bienvenido a la Gran Biblioteca de Marakar, Liam. Yo soy el Jefe Bibliotecario.

—Un honor, señor de Migliana —respondió Liam, extendiendo su mano. Bernard no hizo ademán alguno para estrechársela y Liam la bajó, revolviéndose un tanto incómodo.

—Llámame solo Bernard, hijo —le sonrió el bibliotecario.

—¿Nos hemos visto antes? —entrecerró los ojos Liam de forma suspicaz.

—Es posible, muchacho, es posible. He conocido a mucha gente en mi larga vida y puede ser que nos hayamos cruzado en algún lugar, pero estoy seguro de que nunca fuimos presentados formalmente.

—Sí, eso es seguro —concordó Liam.

—Vengan a mi oficina privada —los invitó—. Tenemos asuntos importantes que tratar y allí nadie nos molestará.

La oficina era amplia y las paredes estaban forradas hasta el techo con estanterías de libros y rollos. En un extremo, había un escritorio pequeño donde descansaba una lámpara de aceite y una gran cantidad de papeles desordenados junto a un frasco con tinta y otro conteniendo multitud de plumas para escribir. Detrás del escritorio, había un cuadro con el retrato de una joven mujer que enseguida atrajo la atención de Liam.

Bernard cerró la gruesa puerta de madera de su oficina y la trabó por dentro. Luego se volvió hacia Liam:

—Hermosa, ¿no? —le dijo Bernard.

Liam asintió, embelesado. La mujer de la pintura era de una belleza que lo fascinó a primera vista. Sus rasgos eran finos y delicados. Sus labios mostraban una semisonrisa misteriosa, y sus ojos... sus ojos tenían una mirada tan cautivadora, fuerte y penetrante, que Liam suspiró involuntariamente. Tenía largos cabellos negros y lustrosos que caían abundantemente más allá de los hombros, enmarcando su perfecto rostro. Vestía un exquisito vestido de seda color crema, bordado con filigranas de oro y plata, con mangas abultadas en los hombros y una falda voluminosa. Sobre su pecho, descansaba una gema negra en forma de óvalo en una cadena con eslabones de plata. En sus manos, sostenía un abanico cerrado, no lánguidamente como lo sostendría una dama, sino con el puño apretado, como si en vez de un abanico, sostuviera un puñal y estuviera lista para defenderse con él.

—¿Quién es? —preguntó Liam, interesado.

—Ella es Sabrina Margaret Madeleine Eleonora Isabel de Tirso. Hija del emperador Ariosto de Tirso y princesa heredera al trono de Marakar.

—Guau —dijo Liam, impresionado.

—Que no te engañe el fino vestido ni el cabello suelto —dijo Bernard—. Usualmente la verás vestida con pantalones y una blusa, y nunca lleva el pelo suelto, sino en una larga trenza que ella misma se hace. Esta no es una princesa común, es una guerrera que en general desprecia todas las convenciones abúlicas de la corte. Tuve que rogarle por días para que se soltara el pelo y así poder pintarla como una dama, y ni en sueños aceptó ponerse ese vestido para el retrato. Tuve que usar otra modelo para completar el cuerpo. Ese abanico que ves, no era exactamente lo que ella tenía en la mano, tuve que hacer unos ajustes porque ella insistía en que no iba a desprenderse de esa ballesta con la que siempre anda.

—¿Usted la pintó? —preguntó Liam, asombrado.

—Sí, la pintura es un pasatiempo que tengo desde hace años —dijo Bernard.

—Yo diría que es más que un pasatiempo —dijo Liam—. Usted es muy bueno.

—Bernard es muy modesto con respecto a sus talentos —dijo Lug.

—Solo tuve un buen maestro —dijo Bernard, un poco sonrojado ante el cumplido—. Bueno, ahora ya la conoces. Deberás tenerle paciencia pues es muy testaruda.

—¿Tenerle paciencia? ¿Van a presentármela? —inquirió Liam sin comprender.

Bernard se volvió hacia Lug:

—¿No le dijiste?

—Quería que la viera primero, que decidiera por sí mismo —dijo Lug.

—¿Decidir qué? —arrugó el entrecejo Liam.

—Sabrina necesita protección —explicó Bernard—, protección especial. Su libertad y su vida están en peligro.

—¿De eso se trata esta incursión? ¿De salvar a una princesa en apuros? —cuestionó Liam a Lug—. Creí que no nos metíamos con la política local. Esto está fuera de los protocolos que tú mismo instituiste —le reprochó al Señor de la Luz.

Lug no se inmutó ante las recriminaciones de Liam, pero el rostro de Bernard se tensó con preocupación.

LA REINA DE OBSIDIANA - Libro VIII de la SAGA DE LUGDonde viven las historias. Descúbrelo ahora