Parte III: BAJO INSTRUCCIÓN - CAPÍTULO 45

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CAPÍTULO 45

—Hay algo que debes saber sobre el abad... —susurró nervioso Cormac al oído de Lug, pero no pudo terminar con su advertencia, pues la puerta de la oficina del abad se abrió y los dos fueron empujados de forma brusca adentro.

Cuatro de los monjes que los habían escoltado entraron con ellos. Dos se colocaron a los lados de Lug y dos a los lados de Cormac. Garret también entró, después de dar instrucciones a los dos monjes restantes para que hicieran guardia del lado de afuera de la puerta.

La oficina era amplia pero austera. El mobiliario era escaso y rústico, pero funcional. Un enorme escritorio con un atril de madera para lectura ocupaba el centro, rodeado de candelabros con numerosas velas a medio consumir y pilas de libros y pergaminos. A la derecha, había un tintero y un vaso con varias plumas. Detrás del escritorio, había una robusta silla con respaldo alto y recto en la cual estaba sentado el abad. Vestía con los mismos ropajes con los que había celebrado la liturgia de Vísperas, excepto que se había sacado la mitra de la cabeza y sobre su pecho colgaba una amatista en bruto sostenida por una cadena de plata. Sus manos descansaban tensas sobre el escritorio, con los dedos fuertemente entrelazados.

Garret sonrió con claro placer. Sabía que el abad estaba furioso e iba a disfrutar mucho la reprimenda que le esperaba al popular hermano Bernard.

—Hermano Bernard —comenzó el abad, dirigiéndose a Cormac, aunque su mirada estaba clavada en el monje penitente con el rostro oculto por la capucha—, esta debería ser una ocasión de regocijo, una celebración de tu retorno, y sin embargo, el agravio que has cometido contra esta comunidad ha borrado toda bienvenida posible.

—¿Agravio, eminencia? —dijo Cormac, confundido.

—Incluso la palabra agravio es demasiado liviana para describir tu traición —respondió el otro.

—Eminencia... no entiendo...

—¿No entiendes? —dio un puñetazo furioso el abad sobre la mesa que estremeció a todos los presentes—. La regla más sagrada de mi santuario es la absoluta prohibición del uso de la magia, y tú has violado esa regla, tratando de infiltrar a un mago en Lugfaidh, buscando nuestra destrucción.

—No, no... —trató de explicar Cormac.

—¿Cuál es tu defensa? —lo cortó el abad—. ¿Ignorancia? ¿Vas a decirme que no sabías que este monje al que has presentado como un discípulo especial es uno de mis enemigos? ¿Creíste que al ponerlo bajo tu instrucción lo protegerías de mi escrutinio personal, ocultando su verdadera naturaleza ante mí?

—El hermano Miguel no es un mago, no exactamente —dijo Cormac.

—O eres estúpido o piensas que yo lo soy, Bernard —le gruñó el abad.

—Debe creerme, su eminencia, el hermano Miguel no es un enemigo, nunca le haría daño —aseguró Cormac.

—Quiero creer que eres un simple ingenuo y no un traidor, Bernard —suspiró el abad—, pero se me hace difícil —meneó la cabeza—, especialmente teniendo en cuenta que tu protegido trató de infiltrarse en mi mente en plena liturgia, en medio mismo del templo.

—¿Qué? —le lanzó Cormac una mirada de reproche a Lug.

El abad hizo una seña con la mano y de inmediato los monjes que flanqueaban a Lug y a Cormac los tomaron fuertemente de los brazos.

—No hagas esto, déjame explicarte —forcejeó Cormac en vano.

—Te acogí en el seno de mi mundo como a un verdadero hermano de sangre —le dijo el abad—, sané las heridas de tu alma y llegué a pensar... llegué a pensar que éramos familia... Sé que pasó mucho tiempo, pero... ¿Cómo pudiste cambiar tanto? ¿Por qué te dejaste corromper por mis enemigos? —y luego a Lug: —Has cometido un acto de gran perversidad al podrir el alma de un hombre tan puro, bueno y noble como Bernard. Ese acto no quedará impune. Invadiste mi casa y pagarás las consecuencias —lo amenazó.

El abad se puso de pie y ordenó a Garret:

—Lleva a Bernard a una cámara de privación. Decidiré más tarde su destino, después de que lidie con este maldito.

—Sí, eminencia —hizo una reverencia Garret, tratando de que no se notara lo complacido que estaba con tal instrucción.

—Si tocas a Bernard, haré que lo lamentes por el resto de tu vida —habló Lug por primera vez debajo de su capucha—. Déjalo en paz. Tu problema es conmigo —le ordenó con autoridad.

Garret y los monjes que sostenían a Cormac se quedaron quietos en el lugar, esperando la respuesta del abad.

—No me sorprende que las primeras palabras que escucho de tu boca sean una amenaza —dijo el abad, llevando automáticamente su mano a la amatista que colgaba de su pecho.

—Eres tú el que amenazaste a mi amigo primero —le retrucó Lug.

—Y tú el que intentaste forzar tu mente sobre la mía en el templo. ¿Quién es el verdadero agresor aquí?

—Me disculpo por eso, pero tenía que hacerlo.

—¿Tenías que hacerlo? —le retrucó el abad con sorna.

—Sí, tenía que saber si estabas forzando a estos monjes, si estabas controlando sus mentes con la tuya —explicó Lug con calma—. No me gustan las sectas, especialmente si creo que sus miembros están en ella en contra de su voluntad.

—Aquí nadie está en contra de su voluntad —le espetó el abad—. Este es un lugar sagrado, protegido de hombres como tú, que piensan que pueden moldear el mundo a su gusto, obligando a otros a la sumisión por medio de su magia.

—Ese no es mi estilo.

—Y sin embargo tus acciones contradicen tus palabras. ¿Quién eres? ¿Quién te envió y para qué?

Lug suspiró sin contestar y miró de soslayo a Cormac. Cormac meneó la cabeza con el rostro tenso. El abad entrecerró los ojos ante el silencioso intercambio:

—¿Por qué tanto ahínco en mantener oculta tu identidad? —dijo el abad, rodeando el gran escritorio para pararse justo frente a Lug. Extendió las manos y tomó los bordes de la capucha de Lug—. Veamos quién eres.

—Yo no haría eso, no frente a testigos —se echó bruscamente Lug hacia atrás.

—Sosténganlo —les ordenó el abad a los monjes que tenían a Lug agarrado de los brazos.

El abad volvió a tomar la capucha de Lug.

—¡Yanis! ¡Detente! —le gritó Cormac—. Por lo que más quieras, si debes ver su rostro, que sea en privado.

El abad se detuvo en seco, azorado ante el uso de su verdadero nombre por parte de Cormac.

—No estás ante la presencia de una traición —trató de convencerlo Cormac—, sino ante el cumplimiento del Anuncio.

—¡Patrañas! —exclamó Garret de pronto—. ¿Hasta cuándo disfrutará Bernard de privilegios inmerecidos, basados en mentiras? ¡Este es un intento patético de justificar su deslealtad!

—Conoces mi historia y los rincones más remotos de mi alma —le dijo Cormac con suavidad al abad—. ¿Crees por un momento que te mentiría sobre algo tan serio como esto?

—Lo sabremos pronto —murmuró el abad—. Suéltenlos y retírense —les ordenó a los monjes—. Tú también, Garret.

—Pero... su eminencia... no es seguro... ese hombre... —señaló con el dedo a Lug.

—Haz lo que te digo, Garret —lo cortó el abad.

Garret apretó los dientes; con un gruñido de frustración abrió la puerta de la oficina y salió, seguido de los otros cuatro monjes.

LA REINA DE OBSIDIANA - Libro VIII de la SAGA DE LUGDonde viven las historias. Descúbrelo ahora