CAPÍTULO 11

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— Ya te dije que aquí no está estúpido trabajo. — gruñó Isaac desde la comodidad de su cama, con la cabeza enterrada en su almohada.

Estaba segura de que se encontraba tan crudo que apenas era capaz de enojarse con mediocridad sin que le explotara la cabeza del dolor.

— Adele, si queda algo de amor por mi en tu corazón deja de hacer tanto ruido porque te juro que me estás asesinado. — chilló como todo un pequeño niño.

En realidad no me importaba su sufrimiento, era claro que por las marcas de uñas en su espalda y chupetes en el cuello el niño de mamá había pasado una buena noche así que un poco de dolor no le haría tanto daño.

Tomé la mochila de mi hermano mayor después de terminar de revolver todo lo que se encontraba en su escritorio, buscando las hojas faltantes de mi ensayo de historia por el cual había tenido que soportar a la rara mandándome mensajes de buenos días y preguntándome cómo me encontraba.

Era claro que no había respondido ninguno de ellos, aún cuando las imágenes de animales haciendo cosas divertidas me causaba cierta gracia. Si comenzaba a mostrarme más débil ante sus ojos bicolor seguro que ella pensaría que ahora en verdad había una conexión entre las dos.

Y no necesitaba aquello.

Tal vez la rara en realidad jamás temió de ver el patético pedazo de desperdicio humano que era y ahora solo le causaba más lástima que antes.

Isaac volvió a soltar un pequeño gemido de dolor cuando unos cuantos de sus cuadernos fueron a dar contra el suelo causando un estruendo.

— ¡Adele!

Bien, era lógico que él no los había tomado, no lo había visto hacer algo durante toda la semana que no fuera planear su escape del día anterior para salir de fiesta con sus amigos de la universidad.

Era claro que a él la vida le sonreía de vuelta, porque justo ayer mis padres habían ido a la iglesia a dar una especie de pláticas motivacionales para los nuevos matrimonios, hoy habían ido a ayudar a organizar la misa del domingo y por la tarde irían a la cena de uno de los socios del trabajo de papá. Así que ni siquiera había vivido la emoción de ser descubierto.

Solté un suspiro cansado, dándome por vencida en la búsqueda de aquellos trabajos mientras abría el último cajón del armario de mi hermano mayor donde solía guardar todos los recuerdos de su niñez. Tomé al mono con platillos que solía aterrarle años atrás cuando aún creía que la luna lo seguía por toda la ciudad; le di tanta cuerda como pude antes de dejarlo sobre la repisa más alta de la pared y salí corriendo escuchándolo soltar groserías a diestra y siniestra.

Una sonrisa atravesó mi rostro cuando un estruendo me dijo que él había intentado poner su patético cuerpo arruinado por el alcohol de pie y había caído al suelo.

Al menos hoy pintaba ser un buen día para mí, sí lograba encontrar quién había tomado aquellas hojas.

Era claro que había sido planeado, no creo que fuera coincidencia que todas aquellas que terminaban con el número tres hubieran desaparecido de la nada.

Ya había revisado por completo el cuarto de Rita, pero no había encontrado nada al igual que en la habitación de Isaac y dudo que mis padres decidieron que su nueva técnica de tortura contra mi fuera robar mis trabajos escolares.

Mi celular vibro en el bolsillo trasero de mis jeans y apenas di un vistazo al gran reloj colgado sobre una de las paredes de la cocina supe que se trataba de la rara. Siempre mandaba un mensaje a las nueve de la mañana dándome los buenos días, luego una foto de algún animal al medio día, otra imagen a las cinco de la tarde y por último su mensaje de buenas noches a las nueve.

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