Parte V: BAJO ENGAÑO - CAPÍTULO 64

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PARTE V: BAJO ENGAÑO

CAPÍTULO 64

—¿Nada? —preguntó el Ovate a uno de sus subordinados. Ya era la tercera vez que lo mandaba a llamar para ver si había novedades.

—Nada, mi señor —agachó la cabeza el otro, como si la imposibilidad de traer la información que el Ovate esperaba de él fuera su culpa.

—No es posible —masculló el Ovate, levantándose de su cómoda silla para caminar de un lado a otro en su fastuosa oficina—. A estas alturas ya debería haber hecho el contacto, la conexión debería ser fuerte y clara.

Tal vez no lo estaban haciendo bien, tal vez él mismo tendría que bajar hasta la cámara secreta a comprobar el Óculo por sí mismo. Sí, esa era una mejor teoría que la alternativa. Pero sus hombres eran expertos en el manejo del Óculo y si decían que el Faidh no lo había tocado, era porque no lo había hecho. Algo estaba mal.

El Ovate se detuvo en seco, fue hasta su escritorio y abrió bruscamente un cajón. Sacó un cuaderno forrado en cuero y lo hojeó con ansiedad. ¿Dónde podría haberse producido un desvío y por qué? No, estaba demasiado perturbado para pensar con claridad. Tal vez solo estaba apresurando las cosas, solo debía darle más tiempo. Su plan era perfecto, inescapable. Esta dilación no era prueba de que hubiera un problema. Cerró el cuaderno y lo volvió a guardar.

—¿Señor? —lo llamó su subordinado tentativamente—. ¿Necesita que...?

—Vete, no necesito nada —lo cortó bruscamente el Ovate—. Déjame en paz, debo pensar.

—Sí, señor —hizo una reverencia el otro y se retiró rápidamente de la oficina.

Quince minutos más tarde, alguien golpeó en su oficina. El Ovate maldijo por lo bajo. ¿No podían entender que necesitaba no ser molestado? Pero luego pensó que tal vez se trataba de noticias sobre el Óculo y corrió a abrir la puerta. No, era solo uno de los guardias.

—Di órdenes de que no me molestaran por el resto de la tarde —dijo el Ovate con expresión agria, amagando a cerrar la puerta en la cara del osado guardia.

—Señor... —comenzó el guardia, dubitativo—. Perdóneme, pero pensé que como recibió al otro, también querría ver a este.

—¡Habla claro! ¿A qué te refieres? —le gritó el Ovate, exasperado.

—Vino otro monje a verlo, señor. Sus vestimentas son iguales a las del otro —explicó el soldado.

—¿Viste igual que Garret? —frunció el ceño el Ovate, desconcertado.

—Sí, señor.

—¿Dijo su nombre?

—No quiso identificarse, señor, dijo que solo se revelaría ante usted.

El Ovate entrecerró los ojos con desconfianza. ¿Habría Garret reclutado a otro monje por su cuenta? Si había tomado esa previsión, ¿por qué no se lo había informado? Ahora era muy tarde para preguntarle, pero no importaba, si ese era el caso, este nuevo mensajero tal vez podría aclarar por qué el Faidh no estaba conectado irreversiblemente al Óculo de Everstone, poniéndolo a su merced para iniciar la siguiente fase del plan.

—Tráelo a mí —dijo el Ovate.

El guardia hizo una reverencia y salió de la oficina. Regresó unos momentos después, seguido del monje. Los ojos del Ovate se abrieron con sorpresa al reconocerlo:

—¿Tú? ¿Qué haces aquí? No has salido de tu madriguera en... ¿cuántos años?

El monje se mostró igualmente sorprendido al reconocer también al Ovate:

—¿Nicodemus? ¿Tú eres el que está detrás de todo esto?

—¿Detrás de qué, Yanis? ¿Qué haces aquí?

­—Llegué hasta aquí siguiendo a tu espía —dijo Yanis con tono helado.

—¿No solo abandonaste tu monasterio, sino que también decidiste volver a usar la magia a la que habías renunciado? —le reprochó Nicodemus.

—No necesité magia para seguir la pista de Garret. Un monje viajando solo por el continente no es exactamente inconspicuo —respondió Yanis—. Debiste instruirlo para que al menos se cambiara de ropa.

Nicodemus no dijo nada.

—¿Qué haces aquí en la universidad de Cambria, Nicodemus? ¿Por qué no estás en la corte de Novera, envenenando su mente desde las sombras? —cuestionó el abad.

—¿Por qué te importan mis acciones? Creí que ya no te interesaba la política de Ingra. ¿No fue por eso por lo que decidiste recluirte en tu sagrado monasterio?

—Pusiste un espía en mi "sagrado monasterio" —le retrucó Yanis—. Me vi obligado a averiguar para quién trabajaba y cuáles eran las intenciones de su empleador.

—Garret ha estado enclavado en el corazón de Lugfaidh por muchos años. ¿Por qué decidiste investigarlo justo ahora? ¿Qué pasó?

—No fue hasta ahora que descubrí su juego —mintió Yanis.

Nicodemus solo sonrió.

—¿Por qué eres el rector de la universidad de Cambria? —reiteró Yanis su pregunta—. ¿Qué interés tiene este lugar para ti?

—Siempre fuiste muy bueno para deducir. ¿No lo adivinas?

—Oh... —entreabrió los labios Yanis al comprenderlo—. Bernard de Migliana.

—¡Muy bien! —aplaudió Nicodemus.

—¿Tú eres el saboteador?

—¿Saboteador? —frunció el ceño el rector.

—La conexión con Arundel —respondió el otro.

Esta vez, Nicodemus no sonrió.

—Todos pensaron siempre que el más peligroso de ustedes era Stefan —dijo Nicodemus después de un largo silencio—. Su ambición y su falta de escrúpulos parecían confirmarlo. Él mismo lo piensa, pero confunde crueldad con inteligencia. Luego está Zoltan, que militariza todo lo que toca para ejercer dominio por la fuerza. Pero lo que ellos piensan que son sus fortalezas, no son más que sus defectos, vicios que los hacen más manipulables. Yo soy el único que siempre supe que el más peligroso eras tú, Yanis. ¿Sabes por qué? —hizo una pausa dramática en la que Yanis se mantuvo en silencio—. Porque no te interesa el poder y no es posible comprarte con los sobornos convencionales. Por eso empujé a Stefan para que te sacara del camino, para que te forzara a claudicar de la única forma posible: apelando a tu conciencia, a tu moral.

—¿Tú? ¿Tú estuviste detrás de la masacre de Toleram?

—Sí, tu respuesta al conflicto fue admirable. Todavía no sé cómo hiciste para convencer al rey para que entregara Toleram y ofreciera su cabeza a cambio de frenar la matanza. Pero no fue eso lo que logró detener la carnicería de Stefan, fue tu propia renuncia, tu exilio.

—¡Eres un maldito! —le gritó Yanis—. Si tanto te interesaba sacarme del camino, si tanto me temías, ¿por qué simplemente no me mandaste a matar? Semejante derramamiento de sangre no era necesario.

—¿Matarte? No, no me interesaba matarte —retrucó Nicodemus con calma—. Te necesitaba. Los necesitaba a los dos, a Bernard y a ti.

—¿Para qué? —le espetó Yanis.

—Para traer al Faidh a este mundo, por supuesto —sonrió el otro con suficiencia.

LA REINA DE OBSIDIANA - Libro VIII de la SAGA DE LUGDonde viven las historias. Descúbrelo ahora