Parte VII: BAJO CUSTODIA - CAPÍTULO 94

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CAPÍTULO 94

Dana, Sabrina y Bruno dirigieron su mirada hacia la puerta de la habitación donde estaban encerrados al oír la llave girando en la cerradura. Cuando la puerta se abrió, les reveló a un Meliter cansado, pálido y preocupado.

—Debe venir conmigo —se dirigió el sylvano a Dana—. Augusto necesita su ayuda.

—¿Él está bien? ¿Le pasó algo? —inquirió Dana con inquietud.

—Augusto está bien —levantó las manos Meliter para apaciguar la ansiedad de ella—. El que no está bien es Iriad y Augusto dice que usted puede ayudar.

—Claro, iré enseguida —asintió Dana, asumiendo que Augusto había mentido descaradamente para conseguir que Meliter la llevara con él. Algo estaba definitivamente mal y, seguramente, Augusto necesitaba alertarla sobre el asunto.

Antes de terminar de atravesar la puerta para seguir a Meliter, Dana se volvió hacia sus amigos y les advirtió en tono severo:

—Espérenme aquí y tengan paciencia —sus palabras fueron acompañadas con una mirada significativa que gritaba: ¡Nada de locuras hasta mi regreso!

Sabrina asintió, pero Buno solo apretó los labios, poco dispuesto a prometer quedarse de brazos cruzados. Dana suspiró y siguió a Meliter en silencio.

Después de recorrer varios pasillos, llegaron a una lujosa habitación que estaba en el mismo piso que la de ellos. Habían colocado una camilla alta y angosta en el medio de la habitación, a los pies de la enorme cama, y habían acostado allí al inconsciente Iriad, envolviéndolo con mantas. Augusto esta parado a la derecha de la camilla, acompañado por cuatro guardias de rostros serios.

—Dana —se adelantó Augusto hacia ella con alivio.

—¿Qué pasó? —preguntó ella, señalando a Iriad con la mirada.

—Físicamente está bien, pero no despierta. Algo está mal con su mente y ese no es mi campo.

—Tampoco el mío —le susurró ella por lo bajo.

—¿Recuerdas cuando le apoyamos el Tiamerin a Lug en el pecho? ¿Recuerdas el estado en que quedó?

—Como olvidarlo —dijo ella con voz apagada.

—Creo... bueno, creo que Iriad está en ese mismo estado —declaró él.

—Gus... —comenzó Dana, despacio—. ¿Estás seguro de lo que estás diciendo? ¿Entiendes lo que...?

—Sí —dijo Augusto—, lo entiendo —y luego, acercándose al oído de ella: —Tú trajiste a Lug de vuelta. Tal vez... tal vez puedas...

—Gus, sabes bien lo que hice para traer a Lug de vuelta, no me estarás pidiendo que...

—No, no estoy pidiéndote que tengas sexo con él —le susurró Augusto—, solo que abras un canal, que trates de comunicarte con su mente.

—¿Por qué yo? De seguro alguno de los Sanadores de Arundel puede realizar una comunicación telepática mucho más eficiente que la mía.

—Al parecer, en este lugar, las habilidades de los sylvanos no funcionan del todo bien.

—¿Arundel es un lugar inhibido? ¿Como un bosque de Balmoral?

—No, no lo sé exactamente. Meliter palideció cuando le pregunté y me dijo que no es decente hablar del asunto.

Dana se lo quedó mirando sin comprender. Luego de un largo momento, dijo:

—¿Qué te hace pensar que mi habilidad va a funcionar?

—Yo no estoy inhibido, y, por lo tanto, estoy seguro de que tú tampoco —explicó él—. Tienes que intentarlo, Dana. Si traemos a Iriad de vuelta, habremos probado que nuestras intenciones son buenas y que nuestra presencia en Arundel no es peligrosa para ellos.

—De acuerdo, lo haré —decidió ella.

Dana acercó una silla a la cabecera de la camilla, se sentó y apoyó suavemente las manos a los costados de la cabeza del durmiente Iriad. Cerró los ojos y entró en el trance del canal con apenas tres respiraciones profundas. Para su sorpresa, percibió el contacto de inmediato:

Iriad —lo llamó mentalmente—, ¿puedes escucharme?

Nada.

Iriad —volvió a intentar.

Silencio.

Iriad —lo llamó por tercera vez.

Desde una negrura profunda y distante, una voz le contestó:

¿Dana?

Dana soltó la cabeza de Iriad de golpe y abrió los ojos de repente, con la respiración agitada.

—¿Estás bien? —preguntó Augusto, preocupado.

—Bien —asintió ella con la voz temblorosa.

—¿Qué pasó? —preguntó Meliter.

—Nada... —meneó ella la cabeza—. Es solo que... nada...

—Tal vez esto no fue buena idea —opinó Augusto.

—¡No! —lo cortó ella con vehemencia—. Estoy bien, debo intentar otra vez.

—¿Estás segura?

—Segura —asintió ella.

Volvió a colocar las manos sobre la cabeza de Iriad y trató de tranquilizar su respiración para iniciar otra vez el contacto. Lo que la había sobresaltado no había sido la respuesta que había recibido en la conexión, sino el hecho de que conocía aquella voz. Aquella voz no era la de Iriad.

LA REINA DE OBSIDIANA - Libro VIII de la SAGA DE LUGDonde viven las historias. Descúbrelo ahora