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Gilbert.

Sucedió dos semanas antes de que saliéramos de clases, yo tenía dieciséis entonces y era un día domingo de primavera. Por coincidencias de la vida, o por arte de magia —depende de lo que ustedes crean— me levanté a orinar cinco minutos antes de que golpearan la puerta.

Al abrirla casi de forma automática por el sueño que sentía, me topé frente a frente con Anne y al instante supe que algo no andaba bien; estaba cabizbaja, eran las siete de la mañana un día domingo y no dijo ni una sola palabra durante los segundos que me tomé para analizar la situación.

—¿Pasó algo? —pregunte por fin rompiendo el silencio—. ¿Estás bien?

—¿Uhm? —respondió ensimismada y sin dejar de mirar sus zapatos.

Di un paso hacia ella y posé una mano en su hombro. —¿Qué pasó, Anne?

Alzó la cabeza con una lentitud para nada habitual en ella. Yo me mantuve en una angustiante espera que no se terminó cuando pude ver sus ojos por fin, porque unas lágrimas brillantes comenzaron a resbalar por sus mejillas al instante. Caían una tras otra, como si fueran una catarata de emociones que ella no podía frenar aunque así lo quisiera.

Sus lágrimas no me pedían que la salvara, ni que detuviera su tristeza, sino que todo lo contrario, pedían que las dejara correr, que me mantuviera a su lado hasta que la nostalgia dejara de corroer su tranquilidad.

—Pasó cuando tenía nueve años, fue la segunda vez que me adoptó una familia —expresó la pelirroja después de sorberse los mocos en un gesto sumamente infantil y a la vez lleno de desamparo—, familia de nombre porque nunca me trataron como tal, era una especie de empleada más que una hija, yo...yo entonces comencé a imaginar. Cuando todos comían en la mesa y a mí me tocaba cenar en mi cuarto, imaginaba que era una súper espía que habían descubierto en una misión secreta y comenzaba a planear un escape. Cuando el Señor Malen llegaba ebrio golpeando muebles y a veces a su esposa, yo...yo debía esconderme con sus hijos en una de las habitaciones y fingía que estábamos en una guerra que pronto terminaría gracias a mis habilidades. También cree a Cordelia, alguien que no existía, pero que yo quería ser con todas mis fuerzas.

Ya no lloraba, pero con cada palabra que salía de su boca, su gesto lleno de dolor se hacía más notorio. —Entonces él Señor murió y me devolvieron. Pero...pero yo ya había adoptado el hábito de desplegarme de la realidad y a los niños de mi orfanato no les gustó, todo lo contrario. Yo nunca había tenido problemas antes con nadie, pero en cuanto se enteraron de Cordelia, no me volvieron a dejar tranquila nunca; se burlaban poniéndome apodos ofensivos, me seguían al baño las chicas y mientras yo estaba en la ducha arrojaban cosas, en una ocasión me...me lanzaron toda el agua del trapero a la cabeza. —se quedó en silencio un instante, su barbilla volvía a estar inundada en llanto—. No..no quiero volver ahí, Gilbert.

Era la primera vez que ella me hablaba de su pasado de forma tan clara y sincera. Siempre había tenido unos muros gigantes que me habían impedido indagar más respecto a su historia, pero ahora estaba ahí, frente a mí, y aunque me dolió de sobremanera su tristeza, me sentí tan querido al saber que podía ser vulnerable conmigo, porque sabía que ahí estaría yo.

Solo atiné a abrazarla y dejar que llorara, deseando con todas mis fuerzas tener algún poder especial para poder arrancarle todo lo malo que tenía dentro suyo.

Porque no se lo merecía, nunca se había merecido tanto dolor.

—No volverás ahí. —le dije con seguridad—. Estás a salvo, Anne. Esas personas no te volverán a hacer daño, te lo prometo.

Toda esa cercanía lucía tan lejana ahora.

—Te lo prometo. —le contaba al grupo sentada justo frente a mí en la mesa de la cafetería—. Me dijo que era una locura pedir que sancionen a los alumnos por irrumpir el espacio personal de los demás.

Anne Of The Present Where stories live. Discover now