El ogro

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EL OGRO

*.*.*

(Alisten sus bates y sus palomitas, ternuras)

Siete.

Aceleren el paso, princesitas.

Se me estiró una comisura, acatar ordenes no era lo mío y nunca lo sería. No obstante, tendría que hacer una excepción a la graznada exigencia del hombre liderando la tropa de soldados.

Dos horas atrás, Ivanova dejó de encabezar al grupo cuando el tercer escuadrón— el cual esperaba al pie de una sala de descanso— se alineó al nuestro, pasando el mando a dicho general.

Su presencia y el poderío que emitía haciéndonos lucir inferior, recordaba a Jerry, el hombre que matamos en el segundo piso del comedor.

El humano que se creía estar encima de todos nosotros y con el derecho de tratarnos como simples animales. No hubo mejor método para callarlo que una bala en el cráneo, y la satisfacción que sentimos con el temor que los sobrevivientes ante nuestra rebelión demostrándoles por una vez ser superiores a ellos, nadie la arrebataría.

Lástima, duró tan poco.

Ahora tendría que conformarme a quedarme atrás de todos, escuchando ordenes que no acataría porque me placía desobedecerlas, y soportando a charlatanes que me creían inferior, burlándose cada diez minutos de mis habilidades. Ganas de agujerarle las piernas no me hacían falta, pero me tenía que recordar que por ahora demostrar mi superioridad no era lo principal, sino cuidar la espalda que me apetecía cuidar porque así me convenia.

Ya oyeron al general— exclamó Ivanova desde la fila derecha.

Apreté las armas y aumenté el ritmo como los demás. Las armas se levantaron y los rostros de cada uno giraron a los alrededores, revisando las habitaciones vacías y destruidas.

Más rápido. Tenemos un grupo en el comedor qué alcanzar, aumenten el paso, niñitas.

El sonido del agua aumentó con el apenas trote. Presté atención a los soldados, desde que se incorporaron los del tercer grupo, no perdí tiempo con ellos. Atendía sus vibraciones, sonidos y movimientos más insignificantes que emitieron, memorizaba sus susurros que poco mostraban interés en los sobrevivientes.

Ninguno daba muestras de ser otro infiltrado, nadie daba una mirada de rabillo, no alzaban el rostro en dirección a la humana, y me pensaría que los tres hombres que encontré antes eran los únicos con el objetivo de matarla, pero esto era demasiado bueno y sencillo para ser cierto.

Estos humanos se escondían bastante bien y tal parecían hacerlo de mí.

No eran idiotas como me pensé y tampoco era de extrañar. Si Ivanova conocía de mi trato y había soldados de su escuadrón que entendían el idioma en el que nos comunicamos, y entre esto reconocían a Nastya, sabrían que mi existencia sería un estorbo para su objetivo, por ende, se esconderían.

Tarde o temprano saldrían ante mí, y tendría listas las armas para dispararles.

Al que también mantuve en la mira fue al soldado que sostenía conversaciones momentáneas y absurdas con Nastya y el infante. Sus acciones, miradas y reacciones seguían siendo sospechosas, desconfiaba hasta de su respirar.

Le sonreía a la humana, pero no era sincero al hacerlo. Hablaba con amabilidad, pero la fingía. Decía que las mantendría a salvo, pero mentía.

Su acercamiento apresurado y su confianza para estar al lado de ella y entablar charlas como si el laboratorio y el peligro estuvieran aparte, era suficiente para entender que el soldado tramaba y mantenía intenciones con la humana. Pero la humana demostraba tranquilidad con su presencia, sin incomodidad, sin temor.

Experimento Corazón negro.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora