Prólogo

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El joven se sentó, exhausto, al lado de un árbol. Llevaba todo el día trabajando en el campo bajo un sol abrasador, y por eso estaba tan cansado. Además, que sus condiciones de trabajo tampoco eran las mejores: dejarse la espalda arando una plantación de trigo que parecía no acabarse nunca, así que tenía motivos de sobra para reclamar un descanso.

Aquel arce era ideal para echarse un sueñecito y olvidar los problemas por un rato; su tronco era confortable y sus hojas rojizas le daban sombra, la suficiente para no pasar calor mientras dormía. Estaba realmente agotado, así que cerró los ojos y trató de conciliar el sueño, disfrutando de que había empezado a soplar una brisa fresca. Esperaba poder alejarse de sus preocupaciones durante un rato, al menos hasta que el sol cayera y tuviera que regresar a su "casa" (de hecho, no sabía si considerarla como tal, debido al odio que le tenía al sitio en cuestión).

Acababa de cerrar los ojos cuando un crujido lo sobresaltó. Abrió los ojos de golpe y giró la cabeza, en dirección a la maleza que había detrás del arce. Ya se había topado varias veces con algún que otro animal, como un zorro o un mapache, y no le daba miedo encontrarse con uno. Después de todo, en aquel bosque había cosas mucho más peligrosas. Y como los helechos se movían de manera inquietante, y una extraña sensación se estaba apoderando de él, comenzó a pensar que tal vez se había topado con alguna de esas horripilantes criaturas de leyenda. Le parecía que algo importante, un hecho casi trascendental, iba a suceder en cualquier momento. Algo terrible estaba a punto de pasar.

<<¿Y si, después de todo, hice bien el ritual e invoqué a esa cosa...?>>

De repente, un frío repentino llegó hasta el muchacho, como una advertencia previa de lo que estaba a punto de suceder. Y entonces le llegó el miedo, un miedo irracional y tan intenso que pensó que se volvería loco o se quedaría allí para siempre, paralizado por aquella sensación tan extraña y repentina. Su pulso se aceleró.

Una sombra saltó de entre la vegetación, directa hacia él. Una forma oscura, indefinida, con dos puntos rojizos que relucían siniestramente y que estaba rodeada por un halo de tinieblas. La temperatura pareció descender veinte grados de golpe y el silencio se adueñó del bosque. Únicamente se oía la respiración estertorosa y fatídica del espectro.

El muchacho no se hizo de rogar: se puso de pie en tiempo récord y echó a correr lo más deprisa que pudo.

Corrió y corrió. La sombra le pisaba los talones, provocándole el terror tan fuerte que había sentido antes, junto al arce. No podía ser un lobo; cerca de Heênim no había lobos, que él supiera. Y tampoco es que los lobos tuvieran esa apariencia tan pavorosa, después de todo, ni que pudieran hacer descender la temperatura porque sí.

Se estaba empezando a cansar; el bicho que lo perseguía, fuera lo que fuese, lo alcanzaría pronto. Notaba que el fin estaba cerca, que no había que esforzarse en intentar huir, porque la bestia lo alcanzaría de todos modos y habría sido culpa suya...

Tropezó. La raíz nudosa de un árbol se había interpuesto en su camino. Al caer al suelo, el muchacho se golpeó la cabeza contra una piedra.

Viendo borroso, y notando el sabor metálico de la sangre en la boca, trató de incorporarse y seguir corriendo, pero era inútil: la criatura lo había atrapado. Aunque, ya que iba a morir, ¿por qué no ver qué era lo que lo mataba?

Cuando miró a su alrededor, no vio a nadie. Su perseguidor había desaparecido, pero el frío y el miedo seguían allí.

Supuso (más bien, rogó) que el espectro se había desinteresado por él. Y aquello lo llevó a preguntarse si, realmente, aquel podía ser el demonio que, unos años atrás, tanto se había esforzado en invocar...

Entonces lo vio, agazapado junto a un árbol caído: una sombra, negra como una noche sin luna, parecida a la silueta de una mujer con garras, unas alas de murciélago correosas y unos cuernos puntiagudos que le sobresalían de la cabeza. El único punto de color del espectro eran sus ojos, dos rendijas rojas como el infierno que lo miraban fijamente.

A su mente llegaron cosas horribles, cosas que él había hecho.

Sangre derramada sobre un altar improvisado, un sollozo desesperado, un dibujo prohibido trazado en la tierra del suelo. Un cuchillo emponzoñado, reluciendo de manera cruel, descendiendo sobre la desafortunada víctima de un conjuro negro.

Y el espectro se precipitó sobre él, atravesándolo y tornando sus ojos de un inhumano color negro.

La Llamada del BosqueWhere stories live. Discover now