Capítulo 1 "Encajes"

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Encajes:

La Sociedad se basaba en una especie de jerarquía social establecida desde siempre, de la que eran rigurosamente excluidos todos los elementos extraños. En ella podían encontrarse muchas personas interesantes, hombres y mujeres atractivos, agradables y elegantes, pero como grupo humano resultaba chato y árido, como un Sahara sin leones...

Señora de Winthrop Chanler
Memorias de la Sociedad de Nueva York

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Llovía, por supuesto.

Hinata Hyuga contemplaba la Plaza Washington, oscurecida por el anochecer y la tormenta, a través de la fina telaraña de encaje de la ventana de su dormitorio. Abajo, la lluvia castigaba las calles y se escurría por los adoquines que formaban un dibujo de espinazo de pez; arriba, el viento sacudía los árboles desnudos de la plaza y hacía parpadear las luces de gas de la calle a través de las ramas agitadas. No se veía un alma. Hasta la parada de coches de alquiler estaba vacía: todos los coches se habían dispersado para llevar a los transeúntes sorprendidos por la lluvia.

La mujer miró a través de los cristales mojados, abrazándose como si sintiera frío. La tormenta era un presagio. Y, sin embargo, no cambiaría de idea. Esa noche iría al baile.

Curvó los labios en una semisonrisa amarga. El sueño de anoche también era un presagio. Hacía tanto que no lo soñaba que ya casi lo había olvidado. Pero sin duda, las preocupaciones de esa noche lo habían convocado. Era siempre el mismo sueño, e incluso en ese momento las imágenes le resultaban irresistibles.

Al evocado, los ojos grises se dulcificaron y la expresión se volvió etérea, como si estuviese muy lejos de allí.

Una ráfaga de lluvia que golpeó contra la ventana la devolvió a la realidad. Se disgustó consigo misma por haberse dejado llevar por esos ensueños en un momento tan crucial; se alejó de la ventana y fue hasta el tocador adornado de encajes. El contraste entre las imágenes del sueño y la opulencia del dormitorio le chocó. Era una hermosa habitación, arreglada con todo el lujo que podría desear una mujer joven y rica. La mesa del tocador era un ejemplo cabal. Tenía forma de riñón y estaba tan cargada de encajes y puntillas franceses que parecía tapizada. La silla acolchada forrada en terciopelo rosado la aguardaba como un trono, aunque en ese momento, no la atraía. El ambiente contrastaba con la simplicidad y el encanto del que había soñado.

Era siempre la casa blanca de madera. Y ése fue el sueño de la noche anterior. Era una vivienda tan humilde y modesta que muchas personas de su círculo social se sentirían incómodas de imaginar siquiera semejante casa sin mencionar la idea de vivir en ella.

Pero la mujer lo deseaba con fervor. Amaba esa casita blanca retrepada a la cima de una colina verde, resplandeciendo bajo el cielo azul. Nunca había vivido en una casa semejante, si bien pensaba en ella con frecuencia, tanto que podía sentir el perfume de las flores de manzano que se agitaban en la brisa y el chasquido de las sábanas blancas colgadas a secar detrás de la casita. Amaba ese lugar, más por lo que contenía que por lo que era.

Cerró los ojos, deseando dejar de pensar. No era bueno perderse en los ensueños pues se corría el riesgo de que se volvieran reales. Esos deseos sólo le acarrearían desdicha. Abrió los ojos y trató de sentarse ante el tocador, sin embargo, la riqueza de la habitación la incomodaba.

Miró alrededor y odió las grandes rosas arrepolladas del empapelado, las telas de colores chillones que cubrían los muebles, las bandas de terciopelo con borlas de seda rosadas que rodeaban la cama Duncan Phyfe. Todo allí la disgustaba. Había crecido en ese cuarto, y de pronto comprendió que ya no se sentía a gusto en él. Ahora quería otras cosas: colinas verdes, cielos azules, casitas blancas. El hombre.

Naruhina: Amor y Castigo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora