Parte 9

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Capítulo 9

En fin, Cósimo, con toda su famosa fuga, vivía junto a nosotros casi como antes. Era

un solitario que no evitaba a la gente. Al contrario, se habría dicho que sólo la gente le

importaba. Se dirigía a los sitios donde había campesinos que cavaban, que esparcían

estiércol, que segaban los prados, y lanzaba palabras corteses de saludo. Ellos alzaban la

cabeza asombrados y él trataba de mostrarles enseguida dónde estaba, porque ya se le

había pasado la costumbre, que tanto habíamos practicado cuando íbamos juntos por los

árboles antes, de hacer cucú y bromear con la gente que pasaba por debajo. Al comienzo

los campesinos, al verlo salvar tales distancias por las ramas, no entendían, no sabían si

saludarlo quitándose el sombrero como se hace con los señores o gritarle como a un

granuja. Luego se acostumbraron e intercambiaban con él palabras sobre las labores, el

tiempo, y aparentaban incluso valorar su juego de estar allá arriba, ni mejor ni peor que

otros muchos juegos que veían practicar a los señores.

Desde el árbol, se quedaba quieto durante horas mirando sus trabajos y les hacía

preguntas sobre los abonos y las sementeras, lo que cuando caminaba por la tierra nunca

se le había ocurrido hacer, contenido por una vergüenza que le impedía dirigir la palabra a

aldeanos y criados. A veces, indicaba si el surco que estaban cavando era derecho o

torcido, o si en el campo del vecino ya estaban maduros los tomates; a veces se ofrecía

para hacerles pequeños recados, como ir a decirle a la mujer de un segador que le diese

una piedra de afilar, o avisar que desviaran el agua en un huerto. Y cuando tenía que ir

con tales encargos de confianza para los campesinos, entonces, si en un campo de trigo

veía posarse una bandada de gorriones, hacía ruido y agitaba el gorro para que

escaparan.

En sus andanzas solitarias por los bosques, los encuentros humanos eran, aunque no

tan frecuentes, tales que quedaban impresos en el ánimo, encuentros con gente que entre

nosotros no se ve. En aquellos tiempos toda una pobre gente vagabunda acampaba en

los bosques: carboneros, caldereros, vidrieros, familias empujadas por el hambre lejos de

sus campos, a buscarse el pan con inestables oficios. Instalaban sus talleres al aire libre y

levantaban chocitas de ramas para dormir. Al principio, el jovencito recubierto de pieles

que pasaba por los árboles les daba miedo, especialmente a las mujeres que lo tomaban

por un duende; pero después entablaba amistad, se pasaba horas viéndolos trabajar, y

por la noche, cuando se sentaban en torno al fuego, se ponía sobre una rama próxima,

para oír las historias que contaban.

Los carboneros, en la explanada de tierra cenicienta, eran los más numerosos.

el barón rampanteWo Geschichten leben. Entdecke jetzt