La juventud se va pronto sobre la tierra, imaginaos sobre los árboles, donde todo está
destinado a caer: hojas, frutos. Cósimo envejecía. Tantos años, con todas sus noches
pasadas al frío, al viento, al agua, bajo frágiles abrigos y sin nada alrededor, rodeado del
aire, sin nunca una casa, un fuego, un plato caliente... Cósimo era ya un viejecito
encogido, con las piernas arqueadas y los brazos largos como un mono, giboso, embutido
en un capote de pieles que terminaba en una capucha, como un fraile peludo. La cara
estaba requemada por el sol, era rugosa como una castaña, con claros ojos redondos
entre los pliegues.
Con el ejército de Napoleón derrotado en el Beresina, la escuadra inglesa
desembarcada en Genova, pasábamos los días esperando noticias de los
acontecimientos. Cósimo no se dejaba ver en Ombrosa: estaba encaramado sobre un
pino del bosque, al borde del camino de la Artillería, donde habían pasado los cañones
para Marengo, y miraba hacia oriente, por la ruta desierta en donde ahora sólo se
encontraban pastores con sus cabras o mulos cargados de leña. ¿Qué esperaba? A
Napoleón lo había visto, la Revolución sabía cómo había acabado, no podía esperarse
más que lo peor. Y sin embargo, estaba allí, con los ojos fijos, como si de un momento a
otro por un recodo tuviese que aparecer el ejército imperial todavía recubierto de
carámbanos rusos, y Bonaparte a caballo, con el mentón mal afeitado inclinado sobre el
pecho, febril, pálido... Se pararía bajo el pino (detrás de él, un confuso amortiguarse de
pasos, un entrechocar de mochilas y fusiles contra el suelo, un descalzarse de soldados
exhaustos al borde del camino, un desvendar pies llagados) y diría: «Tenías razón,
ciudadano Rondó; dame de nuevo las constituciones por ti escritas, dame de nuevo tu
consejo que ni el Directorio, ni el Consulado, ni el Imperio quisieron escuchar:
¡empecemos otra vez por el principio, volvamos a alzar los Árboles de la Libertad,
salvemos la patria universal!» Estos eran sin duda los sueños, las esperanzas de Cósimo.
En cambio, un día, renqueando por el Camino de la Artillería, desde oriente avanzaron
tres tunantes. Uno, cojo, se sostenía con una muleta, el otro tenía en la cabeza un
turbante de vendas, el tercero era el más sano porque llevaba sólo un parche negro en un
ojo. Los harapos descoloridos que llevaban encima, los jirones de alamares que les
colgaban del pecho, el colbac sin copa pero con penacho que uno de ellos tenía, las botas
roías todo a lo largo de la pierna, parecían haber pertenecido a uniformes de la guardia
napoleónica. Pero armas no tenían: o sea, uno blandía una vaina de espada vacía, otro
llevaba al hombro un cañón de fusil como un bastón, para sostener un hatillo. Y
avanzaban cantando:
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el barón rampante
Randomel barón rampante italo Calvino Cuando tenia 12 años, Cosimo Piovasco, barón de Rondo, en un gesto de rebelión contra la tiranía familiar, se encaramo a una encina del jardín de la casa paterna. Ese mismo día, el 15 de junio de 1767, encontró a la h...