Parte 29

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La juventud se va pronto sobre la tierra, imaginaos sobre los árboles, donde todo está

destinado a caer: hojas, frutos. Cósimo envejecía. Tantos años, con todas sus noches

pasadas al frío, al viento, al agua, bajo frágiles abrigos y sin nada alrededor, rodeado del

aire, sin nunca una casa, un fuego, un plato caliente... Cósimo era ya un viejecito

encogido, con las piernas arqueadas y los brazos largos como un mono, giboso, embutido

en un capote de pieles que terminaba en una capucha, como un fraile peludo. La cara

estaba requemada por el sol, era rugosa como una castaña, con claros ojos redondos

entre los pliegues.

Con el ejército de Napoleón derrotado en el Beresina, la escuadra inglesa

desembarcada en Genova, pasábamos los días esperando noticias de los

acontecimientos. Cósimo no se dejaba ver en Ombrosa: estaba encaramado sobre un

pino del bosque, al borde del camino de la Artillería, donde habían pasado los cañones

para Marengo, y miraba hacia oriente, por la ruta desierta en donde ahora sólo se

encontraban pastores con sus cabras o mulos cargados de leña. ¿Qué esperaba? A

Napoleón lo había visto, la Revolución sabía cómo había acabado, no podía esperarse

más que lo peor. Y sin embargo, estaba allí, con los ojos fijos, como si de un momento a

otro por un recodo tuviese que aparecer el ejército imperial todavía recubierto de

carámbanos rusos, y Bonaparte a caballo, con el mentón mal afeitado inclinado sobre el

pecho, febril, pálido... Se pararía bajo el pino (detrás de él, un confuso amortiguarse de

pasos, un entrechocar de mochilas y fusiles contra el suelo, un descalzarse de soldados

exhaustos al borde del camino, un desvendar pies llagados) y diría: «Tenías razón,

ciudadano Rondó; dame de nuevo las constituciones por ti escritas, dame de nuevo tu

consejo que ni el Directorio, ni el Consulado, ni el Imperio quisieron escuchar:

¡empecemos otra vez por el principio, volvamos a alzar los Árboles de la Libertad,

salvemos la patria universal!» Estos eran sin duda los sueños, las esperanzas de Cósimo.

En cambio, un día, renqueando por el Camino de la Artillería, desde oriente avanzaron

tres tunantes. Uno, cojo, se sostenía con una muleta, el otro tenía en la cabeza un

turbante de vendas, el tercero era el más sano porque llevaba sólo un parche negro en un

ojo. Los harapos descoloridos que llevaban encima, los jirones de alamares que les

colgaban del pecho, el colbac sin copa pero con penacho que uno de ellos tenía, las botas

roías todo a lo largo de la pierna, parecían haber pertenecido a uniformes de la guardia

napoleónica. Pero armas no tenían: o sea, uno blandía una vaina de espada vacía, otro

llevaba al hombro un cañón de fusil como un bastón, para sostener un hatillo. Y

avanzaban cantando:

el barón rampanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora