Un día, Cósimo miraba desde el fresno. Brilló el sol, un rayo corrió por el prado que de
verde guisante se volvió verde esmeralda. Allá abajo en lo negro del bosque de encinas
algunas frondas se movieron y apareció un caballo. El caballo llevaba en la silla un jinete,
vestido de negro, con una capa, no: una falda; no era un jinete, era una amazona, corría a
rienda suelta y era rubia.
A Cósimo empezó a latirle el corazón y tuvo la esperanza de que aquella amazona se
acercaría hasta poderle ver bien el rostro, y que aquel rostro resultaría muy hermoso.
Pero además de esta espera de que se acercase y de su belleza había una tercera
espera, una tercera rama de esperanza que se trenzaba con las otras dos, y era el deseo
de que esta cada vez más luminosa belleza respondiese a una necesidad de reconocer
una impresión conocida y casi olvidada, un recuerdo del que ha quedado sólo una línea,
un color, y se querría que volviera a emerger todo el resto, o mejor, encontrarlo en algo
presente.
Y con este ánimo no veía la hora de que ella se acercase al borde del prado próximo a
él, allí donde estaban las dos pilastras de los leones; pero esta espera empezó a hacerse
dolorosa, porque había advertido que la amazona no cortaba el prado en línea recta hacia
los leones, sino diagonalmente, por lo que pronto desaparecería de nuevo en el bosque.
Ya estaba a punto de perderla de vista, cuando ella volvió bruscamente el caballo y
ahora cortaba el prado en otra diagonal, que la traería sin duda algo más cerca, pero que
la haría desaparecer igualmente por la parte opuesta del prado.
En eso Cósimo advirtió con fastidio que del bosque habían salido al prado dos caballos
marrones, montados por jinetes, pero trató de alejar de inmediato este pensamiento;
decidió que aquellos jinetes no tenían ninguna importancia, bastaba con ver cómo se
meneaban de aquí para allá detrás de ella; no, no había que tomarlos en cuenta, y sin
embargo, tenía que admitir que lo fastidiaban.
Ve que la amazona, antes de desaparecer del prado, también esta vez daba vuelta al
caballo, pero lo volvía hacia atrás, alejándose de Cósimo... Ahora el caballo giraba sobre
sí mismo y galopaba hacia aquí, y el movimiento parecía hecho expresamente para
desorientar a los dos jinetes de los meneos, que en efecto ya se alejaban galopando y
todavía no habían comprendido que ella corría en dirección opuesta.
Ya todo estaba en su sitio: la amazona galopaba al sol, cada vez más bella y cada vez
respondiendo mejor a aquella sed de recuerdo de Cósimo, y lo único alarmante era el
continuo zigzag de su recorrido, que no permitía prever sus intenciones. Ni siquiera los
dos jinetes entendían a donde estaba yendo, y trataban de seguir sus evoluciones
acabando por recorrer mucho camino inútil, pero siempre con mucha buena voluntad y
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el barón rampante
Randomel barón rampante italo Calvino Cuando tenia 12 años, Cosimo Piovasco, barón de Rondo, en un gesto de rebelión contra la tiranía familiar, se encaramo a una encina del jardín de la casa paterna. Ese mismo día, el 15 de junio de 1767, encontró a la h...