Parte 21

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Un día, Cósimo miraba desde el fresno. Brilló el sol, un rayo corrió por el prado que de

verde guisante se volvió verde esmeralda. Allá abajo en lo negro del bosque de encinas

algunas frondas se movieron y apareció un caballo. El caballo llevaba en la silla un jinete,

vestido de negro, con una capa, no: una falda; no era un jinete, era una amazona, corría a

rienda suelta y era rubia.

A Cósimo empezó a latirle el corazón y tuvo la esperanza de que aquella amazona se

acercaría hasta poderle ver bien el rostro, y que aquel rostro resultaría muy hermoso.

Pero además de esta espera de que se acercase y de su belleza había una tercera

espera, una tercera rama de esperanza que se trenzaba con las otras dos, y era el deseo

de que esta cada vez más luminosa belleza respondiese a una necesidad de reconocer

una impresión conocida y casi olvidada, un recuerdo del que ha quedado sólo una línea,

un color, y se querría que volviera a emerger todo el resto, o mejor, encontrarlo en algo

presente.

Y con este ánimo no veía la hora de que ella se acercase al borde del prado próximo a

él, allí donde estaban las dos pilastras de los leones; pero esta espera empezó a hacerse

dolorosa, porque había advertido que la amazona no cortaba el prado en línea recta hacia

los leones, sino diagonalmente, por lo que pronto desaparecería de nuevo en el bosque.

Ya estaba a punto de perderla de vista, cuando ella volvió bruscamente el caballo y

ahora cortaba el prado en otra diagonal, que la traería sin duda algo más cerca, pero que

la haría desaparecer igualmente por la parte opuesta del prado.

En eso Cósimo advirtió con fastidio que del bosque habían salido al prado dos caballos

marrones, montados por jinetes, pero trató de alejar de inmediato este pensamiento;

decidió que aquellos jinetes no tenían ninguna importancia, bastaba con ver cómo se

meneaban de aquí para allá detrás de ella; no, no había que tomarlos en cuenta, y sin

embargo, tenía que admitir que lo fastidiaban.

Ve que la amazona, antes de desaparecer del prado, también esta vez daba vuelta al

caballo, pero lo volvía hacia atrás, alejándose de Cósimo... Ahora el caballo giraba sobre

sí mismo y galopaba hacia aquí, y el movimiento parecía hecho expresamente para

desorientar a los dos jinetes de los meneos, que en efecto ya se alejaban galopando y

todavía no habían comprendido que ella corría en dirección opuesta.

Ya todo estaba en su sitio: la amazona galopaba al sol, cada vez más bella y cada vez

respondiendo mejor a aquella sed de recuerdo de Cósimo, y lo único alarmante era el

continuo zigzag de su recorrido, que no permitía prever sus intenciones. Ni siquiera los

dos jinetes entendían a donde estaba yendo, y trataban de seguir sus evoluciones

acabando por recorrer mucho camino inútil, pero siempre con mucha buena voluntad y

el barón rampanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora