Parte 18

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Florecieron los melocotoneros, los almendros, los cerezos. Cósimo y Úrsula pasaban

juntos los días sobre los árboles floridos. La primavera coloreaba de alegría incluso la

fúnebre proximidad de la parentela.

En la colonia de los exiliados mi hermano enseguida supo hacerse útil, enseñando las

distintas formas de pasar de un árbol a otro y animando a aquellas nobles familias a salir

de su habitual compostura para practicar un poco de ejercicio. Lanzó también puentes de

cuerda, que permitían a los exiliados más viejos intercambiarse visitas. Y así, en casi un

año de permanencia entre los españoles, dotó a la colonia de muchos enseres inventados

por él: depósitos de agua, hornillos, sacos de piel para dormir dentro. El deseo de realizar

nuevos inventos lo llevaba a secundar las usanzas de estos hidalgos incluso cuando no

estaban de acuerdo con las ideas de sus autores preferidos: así, viendo el deseo de

aquellas pías personas de confesarse regularmente, cavó dentro de un tronco un

confesionario, dentro del cual podía meterse el enjuto don Sulpicio y desde una ventanilla

con cortina y reja escuchar sus pecados.

La pura pasión de las innovaciones técnicas, en suma, no era suficiente para salvarlo

del respeto a las normas vigentes; se precisaban las ideas. Cósimo escribió al librero

Orbecche para que desde Ombrosa le remitiese por el correo a Olivabassa los volúmenes

llegados entretanto. De este modo pudo hacerle leer a Úrsula Pablo y Virginia y La Nueva

Eloísa.

Los exiliados celebraban a menudo reuniones en una gran encina, parlamentos en los

que se redactaban cartas al soberano. Estas cartas, en principio, tenían que ser siempre

de indignada protesta y de amenaza, casi de ultimátum; pero en cierto momento, uno u

otro de ellos proponía fórmulas más blandas, más respetuosas, y así se acababa en una

súplica en la que se prosternaban humildemente a los pies de las graciosas majestades

implorando el perdón.

Entonces se levantaba el Conde. Todos enmudecían. El conde, mirando hacia lo alto,

empezaba a hablar, con voz baja y vibrante, y decía todo lo que tenía dentro. Cuando se

volvía a sentar, los demás se quedaban serios y mudos. Nadie aludía más a la súplica.

Cósimo formaba ya parte de la comunidad e intervenía en los parlamentos. Y allí, con

ingenuo fervor juvenil, explicaba las ideas de los filósofos, y los desafueros de los

soberanos, y cómo los estados podían ser guiados según la razón y la justicia. Pero entre

todos, los únicos que podían prestarle oídos eran el conde, que porque era viejo se

devanaba siempre los sesos en busca de un modo de entender y resistir, Úrsula, que

había leído algún libro, y un par de muchachas algo más despiertas que las demás. El

resto de la colonia eran de cabeza dura como una suela, se diría que podían clavarse

el barón rampanteWhere stories live. Discover now