Florecieron los melocotoneros, los almendros, los cerezos. Cósimo y Úrsula pasaban
juntos los días sobre los árboles floridos. La primavera coloreaba de alegría incluso la
fúnebre proximidad de la parentela.
En la colonia de los exiliados mi hermano enseguida supo hacerse útil, enseñando las
distintas formas de pasar de un árbol a otro y animando a aquellas nobles familias a salir
de su habitual compostura para practicar un poco de ejercicio. Lanzó también puentes de
cuerda, que permitían a los exiliados más viejos intercambiarse visitas. Y así, en casi un
año de permanencia entre los españoles, dotó a la colonia de muchos enseres inventados
por él: depósitos de agua, hornillos, sacos de piel para dormir dentro. El deseo de realizar
nuevos inventos lo llevaba a secundar las usanzas de estos hidalgos incluso cuando no
estaban de acuerdo con las ideas de sus autores preferidos: así, viendo el deseo de
aquellas pías personas de confesarse regularmente, cavó dentro de un tronco un
confesionario, dentro del cual podía meterse el enjuto don Sulpicio y desde una ventanilla
con cortina y reja escuchar sus pecados.
La pura pasión de las innovaciones técnicas, en suma, no era suficiente para salvarlo
del respeto a las normas vigentes; se precisaban las ideas. Cósimo escribió al librero
Orbecche para que desde Ombrosa le remitiese por el correo a Olivabassa los volúmenes
llegados entretanto. De este modo pudo hacerle leer a Úrsula Pablo y Virginia y La Nueva
Eloísa.
Los exiliados celebraban a menudo reuniones en una gran encina, parlamentos en los
que se redactaban cartas al soberano. Estas cartas, en principio, tenían que ser siempre
de indignada protesta y de amenaza, casi de ultimátum; pero en cierto momento, uno u
otro de ellos proponía fórmulas más blandas, más respetuosas, y así se acababa en una
súplica en la que se prosternaban humildemente a los pies de las graciosas majestades
implorando el perdón.
Entonces se levantaba el Conde. Todos enmudecían. El conde, mirando hacia lo alto,
empezaba a hablar, con voz baja y vibrante, y decía todo lo que tenía dentro. Cuando se
volvía a sentar, los demás se quedaban serios y mudos. Nadie aludía más a la súplica.
Cósimo formaba ya parte de la comunidad e intervenía en los parlamentos. Y allí, con
ingenuo fervor juvenil, explicaba las ideas de los filósofos, y los desafueros de los
soberanos, y cómo los estados podían ser guiados según la razón y la justicia. Pero entre
todos, los únicos que podían prestarle oídos eran el conde, que porque era viejo se
devanaba siempre los sesos en busca de un modo de entender y resistir, Úrsula, que
había leído algún libro, y un par de muchachas algo más despiertas que las demás. El
resto de la colonia eran de cabeza dura como una suela, se diría que podían clavarse
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el barón rampante
Randomel barón rampante italo Calvino Cuando tenia 12 años, Cosimo Piovasco, barón de Rondo, en un gesto de rebelión contra la tiranía familiar, se encaramo a una encina del jardín de la casa paterna. Ese mismo día, el 15 de junio de 1767, encontró a la h...