Capítulo 2:
Cósimo estaba en la encina. Las ramas se agitaban, altos puentes sobre la tierra.
Soplaba un viento ligero; hacía sol. El sol se filtraba entre las hojas, y nosotros, para ver a
Cósimo, teníamos que hacer pantalla con la mano. Cósimo miraba el mundo desde el
árbol: todo, visto desde allá arriba, era distinto, y eso ya era una diversión. La avenida
tenía una perspectiva bien diferente, y los parterres, las hortensias, las camelias, la mesita
de hierro para tomar el café en el jardín. Más allá las copas de los árboles se hacían
menos espesas y la huerta descendía en pequeños campos escalonados, sostenidos por
muros de piedras; detrás estaba oscurecido por los olivares, y, más allá, asomaban los
tejados de la población de Ombrosa, de ladrillos descoloridos y pizarra, y se distinguían
las vergas de los navíos, allí donde debía de estar el puerto. Al fondo se extendía el mar,
con el horizonte alto, y un lento velero lo atravesaba.
El barón y la generala, después del café, salían ahora al jardín. Miraban un rosal,
simulaban no apercibirse de Cósimo. Iban del brazo, pero en seguida se separaban para
discutir y gesticular. Yo, en cambio, llegué hasta la encina, como jugando por mi cuenta,
aunque en realidad trataba de llamar la atención de Cósimo; pero él me guardaba rencor
y continuaba mirando a lo lejos. Cesé en mi empeño, y me acurruqué detrás de un banco
para poder seguir observándolo sin ser visto.
Mi hermano estaba como de vigía. Miraba a todas partes, y nada importaba. Entre los
limoneros pasaba una mujer con un cesto. Subía un arriero por la cuesta, cogido a la cola
de la mula. No se vieron entre sí; la mujer, al ruido de los cascos, se volvió y se asomó al
camino, pero no llegó a tiempo. Entonces se puso a cantar, pero el arriero pasaba ya la
vuelta, aguzó el oído, chasqueó el látigo y dijo a la mula: «¡Aah!» Todo acabó aquí.
Cósimo veía, esto y aquello.
Por la avenida pasó el abate Fauchelafleur con el breviario abierto. Cósimo cogió algo
desde la rama y se lo dejó caer a la cabeza; no distinguí qué era, quizá una pequeña
araña, o un trozo de corteza; no lo recogió. Con el espadín Cósimo se puso a hurgar en
un agujero del tronco. Salió una avispa irritada, la echó agitando el tricornio y siguió su
vuelo con la mirada hasta una calabacera, donde se escondió. Veloz como siempre, el
caballero abogado salió de la casa, tomó las escalerillas del jardín y se perdió entre las
hileras de la viña; Cósimo, para ver adonde iba, trepó a otra rama. Allí, entre el follaje, se
oyó un aleteo, y alzó el vuelo un mirlo. Cósimo se enojó porque había estado allá arriba
todo aquel tiempo y no se había dado cuenta de su presencia. Estuvo mirando a contraluz
si había otros. No, no había ninguno.
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el barón rampante
Randomel barón rampante italo Calvino Cuando tenia 12 años, Cosimo Piovasco, barón de Rondo, en un gesto de rebelión contra la tiranía familiar, se encaramo a una encina del jardín de la casa paterna. Ese mismo día, el 15 de junio de 1767, encontró a la h...