Parte 27

44 0 0
                                    


Sobre las hazañas llevadas a cabo por él en los bosques durante la guerra, Cósimo

contó tantas cosas, y tan increíbles, que yo no me atrevo a avalar una u otra versión. Le

dejo la palabra a él, recogiendo fielmente algunos de sus relatos:

En el bosque se aventuraban patrullas de exploradores de ambos ejércitos. Desde lo

alto de las ramas, a cada paso que oía entre las matas, yo aguzaba el oído para saber si

era de austrosardos o de franceses.

Un tenientillo austríaco, muy rubio, mandaba una patrulla de soldados perfectamente

uniformados, con coleta y borlas, tricornio y polainas, bandas blancas cruzadas, fusil y

bayoneta, y los hacía marchar de dos en dos, intentando mantener la alineación en

aquellos abruptos senderos. Ignorante de cómo era el bosque, pero seguro de seguir

punto por punto las órdenes recibidas, el oficialillo avanzaba según las líneas trazadas en

el mapa, dándose continuamente topetazos con los troncos, haciendo resbalar a la tropa

con los zapatos claveteados por piedras lisas o sacarse los ojos en los zarzales, pero

consciente siempre de la supremacía de las armas imperiales.

Eran unos magníficos soldados. Yo estaba al acecho escondido en un pino. Tenía en la

mano una piña de medio kilo y la dejé caer sobre la cabeza del último. El infante abrió los

brazos, dobló las rodillas y cayó entre los helechos del monte bajo. Nadie se dio cuenta

de ello; el pelotón continuó su marcha.

Los volví a alcanzar. Esta vez tiré un puercoespín hecho una bola al cuello de un cabo.

El cabo agachó la cabeza y se desmayó. El teniente esta vez observó el hecho, envió a

dos hombres a coger una camilla, y prosiguió.

La patrulla, como si lo hiciese expresamente, se metía en lo más enmarañado de todo

el bosque. Y la esperaba siempre una nueva celada. Había recogido en un cartucho unas

orugas peludas, azules, que cuando se las tocaba hinchaban la piel peor que una ortiga, y

les dejé caer encima un centenar. El pelotón pasó, desapareció en la espesura, volvió a

aparecer rascándose, con las manos y los rostros llenos de ampollitas rojas, y siguió

adelante.

Maravillosa tropa y magnífico oficial. Todo, en el bosque, le era tan ajeno, que no

distinguía lo que en él había de insólito, y proseguía con sus efectivos diezmados, pero

siempre fieros e indomables. Recurrí entonces a una familia de gatos salvajes: los

lanzaba por la cola, tras haberles dado unas vueltas en el aire, lo que les irritaba lo

indecible. Hubo mucho ruido, felino en especial, luego silencio y tregua. Los austríacos

curaban a los heridos. La patrulla, blanca con las vendas, reanudó su marcha.

«Aquí lo único es intentar hacerlos prisioneros», me dije, apresurándome a

precederlos, esperando encontrar una patrulla francesa a la que advertir de la proximidad

el barón rampanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora