Fue por esa época que, tratando al caballero abogado, Cósimo advirtió algo extraño en
su actitud, o mejor dicho, distinto de la normal, fuera más o menos extraño. Como si su
aire absorto ya no se debiera a distracción, sino a una idea fija que lo dominaba. Los
momentos en que se mostraba locuaz eran ahora más frecuentes, y si antes, insociable
como era, nunca ponía los pies en la ciudad, ahora en cambio estaba siempre en el
puerto, en los corrillos o sentado en los muelles con los viejos patrones y marineros,
comentando las llegadas y las salidas de los bajeles o las fechorías de los piratas.
A cierta distancia de nuestras costas todavía veíanse avanzar los veleros de los piratas
de Berbería, fastidiando nuestro comercio. Era una piratería de poca importancia, ya no
como en los tiempos en que al toparse con los piratas se acababa esclavo en Túnez o
Argel o se perdían nariz y orejas. Ahora, cuando los mahometanos conseguían alcanzar
una tartana de Ombrosa, se llevaban la carga: barriles de bacalao, quesos holandeses,
balas de algodón, y basta. A veces los nuestros eran más rápidos, se les escapaban,
disparaban un tiro de espingarda contra las arboladuras del velero; y los berberiscos
respondían escupiendo, con feos ademanes y chillando.
En fin, era una piratería así por las buenas, que aún existía a causa de unos créditos
que los pachas de aquellos países pretendían exigir de nuestros negociantes y
armadores, ya que - según su parecer - no les habían servido bien unos suministros, o
que incluso los habían estafado. Y de este modo trataban de saldar cuentas poco a poco
a fuerza de robos, pero al mismo tiempo continuaban las transacciones comerciales, con
continuas protestas y discusiones. No había pues interés, ni por una parte ni por otra, en
hacerse desaires definitivos; y la navegación estaba llena de inseguridades y riesgos, que
nunca, sin embargo, degeneraban en tragedias.
La historia que ahora referiré fue narrada por Cósimo en muchas versiones distintas:
me atendré a la más rica en detalles y menos ilógica. Aunque es muy cierto que mi
hermano, contando sus aventuras, añadía a su antojo, yo, a falta de otras fuentes, trato
siempre de atenerme al pie de la letra a lo que él decía.
Así pues, una vez Cósimo, que al hacer guardia por los incendios había cogido la
costumbre de despertarse de noche, vio una luz que bajaba por el valle. La siguió,
silencioso por las ramas con sus pasos de gato, y vio a Enea Silvio Carrega que
caminaba muy deprisa, con el fez y la cimarra, sosteniendo una linterna.
¿Qué haría dando vueltas a esas horas el caballero abogado, que solía acostarse con
las gallinas? Cósimo lo siguió. Tenía cuidado de no hacer ruido, aun sabiendo que su tío,
cuando caminaba tan fervorizado, estaba como sordo y veía sólo a un palmo de sus
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el barón rampante
Randomel barón rampante italo Calvino Cuando tenia 12 años, Cosimo Piovasco, barón de Rondo, en un gesto de rebelión contra la tiranía familiar, se encaramo a una encina del jardín de la casa paterna. Ese mismo día, el 15 de junio de 1767, encontró a la h...