Con el trato con el bandido, pues, Cósimo había adquirido una desmesurada pasión
por la lectura y el estudio, que mantuvo luego durante toda su vida. La actitud habitual en
que se lo encontraba ahora, era con un libro abierto en la mano, sentado a horcajadas de
una rama cómoda, o bien apoyado en una horqueta como en un pupitre de escuela, con
una hoja encima de una tablilla, el tintero en un hueco del árbol, escribiendo con una larga
pluma de oca.
Ahora era él quien iba a buscar al abate Fauchelafleur para que le diese clase, para
que le explicase Tácito y Ovidio y los cuerpos celestes y las leyes de la química, pero el
viejo cura salvo un poco de gramática y algo de teología se ahogaba en un mar de dudas
y de lagunas, y ante las preguntas del alumno abría los brazos y alzaba los ojos al cielo.
- Monsieur l'Abbé, ¿cuántas mujeres se pueden tener en Persia? Monsieur l'Abbé,
¿quién es el vicario de Saboya? Monsieur l'Abbé, ¿me puede explicar el sistema de
Linneo?
- Alors... Maintenant... Voyons... - empezaba el abate, luego se perdía, y ya no
continuaba.
Pero Cósimo, que devoraba libros de todas clases, y la mitad de su tiempo se lo
pasaba leyendo y la otra mitad cazando para pagar la cuenta del librero Orbecche,
siempre tenía algo nuevo que contar. De Rousseau que paseaba herborizando por los
bosques de Suiza, de Benjamín Franklin que atrapaba los rayos con las cometas, del
barón de la Hontan que vivía feliz entre los indios de América.
El viejo Fauchelafleur prestaba oídos a estas disertaciones con atención maravillada,
no sé si por verdadero interés o si solamente por el alivio de no tener que ser él quien
enseñara; y asentía, e intervenía con: «Non! Dites-le moi», cuando Cósimo se dirigía a él
preguntando: «¿Y sabéis cómo es que...?», o bien con: «Tiens! Mais c'est épatant!»,
cuando Cósimo le daba la respuesta, y a veces con unos: «Mon Dieu!», que tanto podían
ser de alegría por las nuevas grandezas de Dios que en ese momento se le revelaban,
como de pesar por la omnipresencia del Mal que bajo cualquier apariencia dominaba sin
salvación posible el mundo.
Yo era demasiado niño y Cósimo no tenía amigos más que entre las clases iletradas,
por lo que su necesidad de comentar los descubrimientos que iba haciendo en los libros la
desahogaba sepultando con preguntas y explicaciones al viejo preceptor. El abate, como
sabéis, tenía una disposición sumisa y acomodaticia que procedía de una superior
conciencia de la vanidad del todo; y Cósimo se aprovechaba de ello. De modo que la
relación se invirtió: Cósimo hacía de maestro y Fauchelafleur de alumno. Y era tanta la
autoridad que mi hermano había adquirido que conseguía arrastrar detrás de él al viejo
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el barón rampante
Randomel barón rampante italo Calvino Cuando tenia 12 años, Cosimo Piovasco, barón de Rondo, en un gesto de rebelión contra la tiranía familiar, se encaramo a una encina del jardín de la casa paterna. Ese mismo día, el 15 de junio de 1767, encontró a la h...