Capítulo 4

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Habían transcurrido cinco días sin señales de vida de Leonzo. En otras ocasiones se había ausentado por motivo de su empleo, pero no de la extraña forma en la que ocurrió: el día de una cita. El buzón de su teléfono había llegado al límite. A cambio de una noticia esperanzadora, Légore debió soportar el viacrucis de un anónimo que llegó con el correo.

«Está muerto». Quería decir el mensaje que envió a su hermana luego de leerlo, y que por la angustia redactó mal, pero ella interpretó bien. Dedujo que se trataba de Leonzo. De inmediato fue a su casa. La halló doblegada sobre la cama en un drama triste que la contagió, cuando igual creyó escuchar el llanto nacido desde el vientre. La cubrió con sus brazos por un breve momento. Luego, retiró el papel arrugado y bañado de lágrimas que sujetaba con su mano derecha. Lo leyó:

«No lo esperes más... falleció en un accidente cuando intentaba tomar algunas fotografías. Lo siento mucho».

Era un mensaje corto que significaba lo que quería decir.

Se supone que la acompañaría a comprar ropa para el bebé el día accidental de la visita al museo. Nunca llegó, y cinco días después, estaba muerto.

En su corta relación sentimental de nueve meses jamás supo sobre su familia y amigos. Fue un tema que no quiso compartir y que ella respetó. Significaba que el hijo que esperaba no tenía a nadie más. Sin embargo, en medio de la tragedia, se esforzó por averiguar sobre él con la única información que conocía: su profesión de fotógrafo. Pero nada apareció en los medios, en los periódicos, la web, la policía, la registraduría, compañías de seguros, el Estado, hospitales... Ninguna empresa de comunicación social conocía a Leonzo Estepia. Ni siquiera en las redes sociales se mencionó el comentario anónimo de su muerte. Otro misterio por resolver.

No había cadáver.

No existió en vida.

Debió pasar otra semana para hacerse a la idea que era cierto lo del cadáver, porque para ella sí existió, cuando era el padre del hijo que esperaba.

Su hermana Analé se ofreció en ayudarla para distraerla. Aquel día irían juntas de compras para el bebé, luego de la conferencia internacional sobre «la pandemia de la violencia», realizada en el hotel Zíndor donde ella laboraba. Le había conseguido un pase de cortesía.

La interesante temática sería abordada desde la espiritualidad, para ejercitar en el público la sensibilización al rechazo de la violencia, luego de una escrupulosa radiografía de sus males en el contexto social. Esperaba que le ayudara a su hermana menor a calmar los nervios. Ya eran tres las causas de su alteración: el insomnio, los malos sueños durante los últimos días, y la ausencia irremediable de su compañero sentimental que anunció el anónimo. La dolorosa sensación estaba demasiado reciente como para sobreponerse, y no lo lograría con facilidad debido a su estado prenatal.

Sabía que sobrevivir ese duelo estando embarazada, era una larga invocación de dolor y miedo por días sin término. Tarde que temprano, tendría que revivir su muerte cuando el hijo hiciera la pregunta.

Llegó a tiempo y se ubicó en la parte final del auditorio en el extremo izquierdo, cerca de la puerta de salida. Así tendría la facilidad de ausentarse las veces necesarias sin importunar a nadie. Por su avanzado estado y la generosidad de su útero al ejercer presión sobre la vejiga, cualquier cosa podría esperarse.

«Es pues, la libertad de conciencia, la insignia personal del ser humano, que por su naturaleza sediciosa, cuando obra de manera independiente a los designios de Dios, puede desviar el itinerario de las almas débiles y hacer que rechacen su existencia». Dijo el arzobispo Zardoli de la arquidiócesis de Baltimore del Estado de Maryland.

Entre vientres de papelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora