Capítulo 25

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Desconociendo de qué se trataba, Eda se dedicó durante días a revisar las certificaciones que estuvieran suscritas por el padre Loenzo. Y tras una picazón por intranquilidad en su cerebro, decidió que haría lo mismo con los documentos suscritos por el padre Leónidas. Su sexto sentido le indicaba que algo no andaba bien.

—¡Vaya! ¡Vaya! Creo que esto le interesará al padrecito Milson.

Antes de la hora de salida, escaneó los documentos y buscó el correo para enviarlos. Primero creó el argumento con la siguiente explicación:

«Espero no atormentar su día, padre, pero estoy convencida que este hallazgo le va a gustar. Esta es una parte. Los verdaderos nombres los escribo a continuación: Loenzo Espetia y Leónidas Nazóm».

Esa misma tarde al anunciar la noche su llegada con su estribillo musical de sombras que no todos escuchan, el padre Milson recibió el mensaje:

«El diablo es puerco y anda suelto en la parroquia», leyó en el asunto. Sonrió al conocer la procedencia del correo.

—Y yo sigo siendo el mismo, Eda —comentó.

Leyó la introducción. De inmediato abrió el mensaje con la ansiedad repicando en su alma que se convirtió en un tambor de mensajes subliminales. Pensaba de todo sin que fuera predecible por la mente consciente.

Había una docena y media de archivos adjuntos. Cada uno tenía por nombre: «evidencia», seguido del número «consecutivo» y el nombre del «sacerdote» al que estaba relacionado. Los primeros doce correspondían al padre Loenzo. Los otros seis implicaban al padre Leónidas.

Abrió los archivos relacionados con su amigo:

«Leonzo Estepia... Leonzo Estepia... Leonzo Estepia...». Leyó doce veces; una por cada documento y comparó la grafía. Era la misma.

—¿Cuántas veces no fuiste tú, amigo mío? —se preguntó.

Hizo lo mismo con los otros archivos.

«Neólidas Mazón... Neólidas Mazón...»

—¿Neólidas Mazón? —se preguntó.

Retornó la mirada a la introducción donde estaba escrito el nombre real.

—Acá dice que te llamas: Leónidas Nazóm. ¡Oh por Dios! Hay un espejo psíquico en la parroquia.

Mandó por unos segundos las manos a la cabeza.

—Es... casi como imaginar una aberrante influencia conspiradora —añadió.

«Gracias por el descubrimiento», respondió el correo. «Te debo una invitación a comer».

Fue el mismo mensaje que leyó el padre Leónidas antes de ocultarse... Eda retornó del baño y cerró los programas del computador. Había hecho las tareas al revés.

—Has trabajado duro esta semana, Eda.

Apareció de improviso por su espalda con su voz convertida en un movimiento telúrico cuando la estremeció.

—Padre Leónidas. ¡Qué buen susto me dio! —dijo al llevar la mano izquierda al pecho. Su órgano cardíaco que se alteró con el sonido de la voz como si la hubiera sentido en el torrente sanguíneo, debió soportar varias réplicas que ruborizaron todo el organismo.

—Es tu día de suerte. Debo hacer una diligencia así que puedo llevarte a tu casa.

—No se moleste, padre. Tomaré el autobús y allá llegaré en una hora. No hay afán cuando nadie me espera.

—Insisto, Eda. No es molestia. Te espero afuera.

—Bueno. Como diga...

Cerró la casa cural y le echó doble llave con flojera en su mano derecha. Cada parte de su cuerpo sintió los latidos acelerados de su corazón que habitaba estrecho entre su pecho. Hasta su sexto sentido sufrió su palpitar. Demoró el mismo tiempo que tardó en aparecer el padre Leónidas en su vehículo.

El viaje se tornó mudo con las señales precisas de orientación hasta llegar a la casa de Eda. No se le ocurrió que podía bajarse antes o después. Quien la viera diría que estaba en buenas manos. Con algo de música sus nervios se aplacaron y el sexto sentido se olvidó. Se despidieron con las bendiciones necesarias. Eda no vaticinó que aquella bendición fuera una desgracia.

La paz a la que estaba acostumbrada en su casa la liberó de los miedos. La televisión y algo de comida fueron su distracción. Finalmente, orar con Dios se encargó de liberar los resentimientos. Y la necesidad de sueño se convirtió en amnesia de las malas sensaciones.

Una sensación horrorosa ya iba en camino y nada podía detenerla.

Entre vientres de papelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora