Capítulo 8

25 9 0
                                    

Anabel estaba en lo cierto. Légore se resistió a quedar hospitalizada cuando no había una situación médica justificable para retenerla. Ya habían sido complacidos con los exámenes médicos y de laboratorio para intentar descifrar el enigma del alumbramiento. Los síntomas psíquicos de su dolor obedecían a una razón natural propiciada por la extraña pérdida. Ya la doctora Swana lo había prescrito sin que fuera esa su especialidad médica.

Al salir del hospital, fue conducida en silla de ruedas hasta el parqueadero. En ese trayecto su cerebro se envenenó de pensamientos enfermizos cuando escuchaba gemidos, veía a los enfermeros correr por los pasillos, y mujeres embarazadas deambular arrastrando los pies y sosteniendo el vientre. Los sedantes evitaron que fuera tras alguna buscando a Marcus.

Retornar a su casa no era conveniente cuando fue allí donde perdió a su hijo sin saber cómo. Y la casa de su hermana no estaba como prioridad así no lo haya preguntado.

Analé la acompañó al Departamento de Policía para denunciar lo sucedido. El agente que recibió la denuncia, de inmediato la escaló a la oficial especializada Eminda Salas por la rareza del asunto. Durante media hora la oficial Eminda la escuchó con detenimiento y soportó sus lágrimas. Ni siquiera espabiló sus emociones para mostrar agrado o desagrado; era algo que la caracterizaba en su profesión. Tenía el corazón saturado de violencia y mimetizado de tribulaciones ajenas. Igual que propias. El no emitir una sonrisa le ayudaba a equilibrar las reacciones ante el desconcierto. Pero también existía la posibilidad de que no le hubiera creído.

Luego de escucharla comento:

—El mundo que habitamos cada día es más carente de amor y de fe; no me sorprendería que por el hacinamiento de los demonios en el infierno, quieran abrir una sucursal en la tierra. De seguro que buscarían la forma para hacerlo, y no faltará quien se preste para semejante vandalismo. Hay almas que ya vienen envenenadas desde antes de nacer... No cabe la menor duda.

Fue su primer razonamiento después de una mordaza de silencio.

—¡Vaya! Pensamos que no creería una sola palabra —comentó Analé.

—No te emociones. Es probable que hayan motivos para hacerlo, pero antes tengo dos preguntas para hacerle a tu hermana: ¿Padece usted de alguna enfermedad emocional?

—No soy una enferma psiquiátrica si a eso se refiere —respondió Légore.

La oficial tomó nota en su libreta de apuntes.

—La segunda pregunta le sonará tonta pero cumplo con el protocolo. ¿Tiene idea de lo que pudo haber ocurrido?

—¿La tendría usted si se acostara con un vientre de ocho meses y al levantarse tuviera la barriga plana de una púber como si nunca hubiera concebido, y de repente, hasta tiene la sensación de que es virgen? —manifestó Légore con el alma irritada.

La oficial Eminda disfrutó el comentario con el garabato inicial de una risa sarcástica que floreció improvisada entre sus labios gruesos.

—Que rápido cambió de parecer. Sólo diga que no cree una sola palabra... —añadió.

—Tiene razón —recriminó—. Esperaba que este día fuera distinto y me estaba esforzando... No creo una sola impúdica palabra de lo que ha dicho. ¿Y sabe por qué? Todos los días tenemos que lidiar con llamadas fallidas y personajes inverosímiles: prostitutas, gais, ebrios, desechables, viciosos, delincuentes, homicidas, enfermos psiquiátricos y cada uno con una historia para no creer. La semana pasada vino una prostituta a denunciar que le habían robado cinco orgasmos. La antepasada vino un enfermo mental a inculpar a Dios porque todos en el cielo están locos, y según él, fue torturado, razón por la que se tuvo que volar. Hace un mes un borracho denunció la venta de licor adulterado porque cada trago lo hacía llorar, aseguraba que fue destilado con lágrimas, y ahora usted denuncia que le robaron el feto con todo y cuna uterina. ¿Quién lo cree?

Légore reaccionó enfurecida...

—¿Insinúa que soy parte de su circo de: prostitutas, viciosos y delincuentes?

Se levantó de la silla y se marchó con el semblante hecho un caos. Se había desbordado un río emocional.

—No parece que usted tuviera una matriz —dijo Analé al colocar el celular de frente para que lo observara—. Se la tomé ayer en la tarde. ¿Quiere examinarla, oficial?

Dio vuelta y se dirigió a paso rápido para darle alcance.

La oficial Eminda se tragó el malestar convertido en bolo alimenticio que irritaría su estómago. Había sido un día difícil.

—¿Cuándo se acabarán los locos? —se preguntó.

La respuesta quedó revoloteando en su cerebro: «Nunca, porque acabaría la vida».

Optó por ir a tomarse un capuchino de la máquina y comprar un cruasán. No era conveniente para su cuerpo que se estaba acostumbrando a las harinas y moldeaba su nueva apariencia estética. Aquella que ya tenía aspecto de hojaldre y lastimaba la autoestima. Pero lo soportaba por más que se lamentara. No dejaría de consumirlos cuando su organismo los asumió como una necesidad para la calma. Su atractivo estaba forjado en el carácter, la madurez y la disciplina con que hacía su trabajo.

La tarde transcurrió con las necedades rutinarias de la vida en la pintoresca y noctámbula ciudad de Nueva York. La paz social tenía sus oquedades y la policía sus aciertos y desaciertos. Lo que se desconocía, era que el estilo de vida estaba a punto de mutar. El hurto, considerado como uno de los delitos de mayor demanda estaba evolucionando sin una explicación lógica y natural. Este sería el principio de un trauma inexplicable que atormentaría la ciudad y se expandiría al resto del país. Nadie imaginaba que engendrar sería tan doloroso como una pandemia sin cura.

Cuando la oficial Eminda creyó haber superado el trago amargo que le ocasionaron las dos mujeres con un ligero malestar estomacal, recibió otro sinsabor de la misma naturaleza que le irritó con más ganas el organismo.

—Vino otra mujer a denunciar el hurto de su feto... —dijo el oficial Frank. Eminda quedó con el maxilar liviano y los pensamientos sin órbita. Fue casi un minuto.

—No puedo creerlo —expresó finalmente.

Antes de cerrar la noche del siguiente día recibirían el tercer caso.

—Sabía que esta semana iba a ser difícil. No es normal despedazar tres espejos en un mismo día —confesó.

El oficial Frank la miró con desconcierto cuando la acompañaba en la oficina.

—No te sorprendas, eso ocurrió el pasado fin de semana. Al tratar de limpiarlo en el baño cedió el chazo que lo sujetaba y se fue el primero al piso. Después intenté colgar un espejo en la puerta del closet; pasó, cuando ingresó mi hijo de cinco años con un cuchillo en la mano agarrado por el lado del filo, y del susto lo dejé caer. Y camino al trabajo, un impaciente se llevó el retrovisor izquierdo del automóvil. Suele ocurrir.

—Espero no invitarte a mi casa en mucho tiempo.

—No te preocupes. No creo que haya datos estadísticos sobre el número de espejos rotos por persona durante su vida, pero creo que ya rompí los que me correspondían.

—Eso indicaría que vas a tener unos veintiún años...

—Si lo mencionas te quedas sin trabajo —interrumpió—, y me encargaré que sea el mismo tiempo que dijiste.

Frank tragó un sorbo de saliva como si fuera comida que por poco se atraganta...

Entre vientres de papelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora