Capítulo 33

27 6 0
                                    

La misma tarde en que el doctor Sié, el padre Milson y la oficial Eminda, debatían sobre la vinculación del padre Leónidas a la investigación con la posibilidad de que padeciera trastorno social de la personalidad, Légore había asistido a una conferencia sobre fenómenos paranormales a la luz de la biblia, realizada en la iglesia católica cerca de la residencia de su hermana en el barrio Dumbo del distrito de Brooklyn.

Jamás fue una temática de su interés ni invirtió imaginación para verse ensimismada en sus misterios. Pero ahora lo era.

Al final del emotivo coloquio, se le acercó al joven conferencista que robó su atención por la versatilidad y sabiduría con que manejó el tema de la espiritualidad magnánima y perfecta por encima de todo poder manipulado.

—Disculpe.

—Si.

—Fue una... interesante charla.

—Gracias. Ya hemos realizado una serie de charlas similares. Jamás la había visto.

—Nunca había asistido a una... Quería saber si es posible tener la presentación y alguna dirección de la web donde pueda tener más información... similar.

—Claro. Puedes anotar tu cuenta de correo acá y te la haré llegar.

Le entregó su agenda abierta señalando la página.

—¿Algún interés en particular? —preguntó el conferencista.

—Es probable. A menos... que abrigar un vientre de ocho meses durante la noche y saciarlo de amor, para que a la mañana siguiente despiertes sin él, sin experimentar ningún procedimiento quirúrgico ni parto ni nada, no sea un motivo como para creer que todo es posible: bueno o malo.

Fue inevitable que las lágrimas brotaran. Con su mano izquierda trató de borrarlas de su rostro enajenado, pero sólo consiguió esparcirlas para inundarlo de tristeza. La pérdida sufrida, era la razón por la que su mirada había anclado en ese puerto.

El joven conferencista quedó absorto con el comentario y desparramó su mirada espiritual sobre ella queriendo consolarla. De su bolsillo izquierdo del pantalón extrajo un pañuelo azul claro y se lo entregó.

—Gracias.

—Ya he escuchado sobre el tema y siento tu pérdida.

Légore tenía un nudo en la garganta y los labios fruncidos por dentro con la repentina pesadez del dolor que le significaba recordar a su hijo. Se limitó a extender su brazo derecho para devolver el pañuelo.

—Déjalo. Vas a necesitarlo —dijo.

Con los labios aún fruncidos, y hasta el corazón, que con lidia latía para indicarle que seguía con vida, se despidió con un gesto facial que significaba: gracias. Mientras se alejaba, el joven conferencista se quedó contemplando su dolor desde la espalda.

—Dios se apiade de ti y de las otras —dijo para él.

Se refería a todas las mujeres que habían sufrido la misma pérdida. Era poco probable que no conociera sobre el tema cuando los noticieros se esmeraban por recordarlo y abrumar todos los días. Siempre había algo nuevo que contar sobre el suceso.

Impaciente por llegar a la casa aligeró los pasos acortando el trayecto de regreso. Al ingresar, Kisy la saludó efusiva con leves maullidos al levantar su cola elástica y peluda, pero no logró distraerla de su interés. Era la gata siamés de su hermana que parecía una estilizada barra viva de chocolate marrón con ojos celeste.

Había tomado apuntes y buscaba las citas en la biblia católica de cuatro generaciones y más de cien años, que su hermana había heredado de su madre y ésta de la suya y aquella de la de ella. Era el libro de la bisabuela que con fervor cuidó hasta el último de sus días. Fue entonces que el celular detonó en su conciencia. Estaba sumida en la lectura.

Observó el número antes de contestar y un miedo inexplicable la ruborizó por dentro. Era Leonzo, el fotógrafo. Usaba el mismo celular al que se cansó de marcar luego de la trágica noticia hasta que el mensaje de: «fuera de servicio», le sugirió que nadie había pagado la factura. Sin embargo, no quiso aceptar que estaba muerto. Fue más por no atormentarse que dejó de insistir.

Tan rápido como un viaje de ida y vuelta a la luna, en cuestión de segundos, su intuición le indicó que existía la posibilidad de que fuera el padre Loenzo. ¿Cómo? Las dos personalidades compartían el mismo celular. En ese mismo lapso de tiempo se preguntó el por qué no había sucedido antes. Y la respuesta le llegó inmediata: «antes no se conocían los dos». Cada uno ocupaba su espacio y se ocupaba de sus asuntos.

También se le ocurrió pensar que su mente la podría embaucar. Cuando esto pasó ya era el quinto repique. Sin decidirse aún a descolgar apareció un nuevo cuestionamiento: ¿Qué interés tiene el padre Loenzo en llamarme cuando puede averiguar por mí a través del padre Milson? Ya era el séptimo repique y no tenía la respuesta, por lo que decidió contestar...

Entre vientres de papelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora