Capítulo 12

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Era viernes en la tarde. El padre Loenzo se encontraba en el despacho parroquial, contiguo al templo. Luego de conversar con la secretaria se dirigió a él para darle una ojeada.

Por días abundaban los mendigos, y algunos tenían las bancas como camas después de descargar los pecados de rodillas ante la estatua de Jesús Nazareno. Tenía puesta la indumentaria religiosa como identidad en la persona de Dios. Aún faltaban dos horas para la celebración de la eucaristía. Al dispersar la mirada al interior de la iglesia, notó que algunos de los feligreses hacían fila en el confesionario. Se dejó llevar por la curiosidad. Sabía que el padre Leónidas se había marchado muy temprano en la mañana para su tierra natal. Pasaría algunos días de descanso, por lo que estaría solo cuando no fue notificado el reemplazo por la arquidiócesis. Eran tiempos difíciles y había escasez de clérigos.

Se detuvo cerca al confesionario. Faltaban dos feligreses por la penitencia aparte de la mujer que estaba postrada de rodillas. Luego de recibir la confesión, se retiró sollozante.

—Jaila —dijo el padre Loenzo sin obtener una respuesta. Al parecer, la enmienda no estaba en los rezos cuando se dirigió afuera de la iglesia. Parecía molesta.

—No habrán más confesiones por hoy —dijo el padre—. Deben retirarse.

Los dos penitentes debieron abandonar el templo con las muecas de sus pecados reflejados en los rostros, y las culpas acumuladas erosionando sus cerebros.

Los vio marcharse antes de dirigir la mirada hacia el confesionario. En sus diez años como párroco de la iglesia al servicio de la comunidad y como confesor, jamás lo había reparado. Habría jurado que no era el mismo locutorio; el que creía conocer no tenía arcos en la parte superior. Un tonto pensamiento le insinuó consultarlo para salir de dudas. Clavó la mirada al lado del confesor. Dos puertas laterales de la mitad hacia arriba cubrían el cuerpo del que hacía las veces de sacerdote. «Hasta no ver no creer», pensó para sí con la incertidumbre recriminando su actitud.

La parte despejada del confesor dejaba entrever una sotana negra que caía hasta los zapatos, en los que imaginó un par de garras de lobo endemoniado.

Así es el miedo, todo lo distorsiona por dentro o por fuera.

—Es su turno de confesarse, padre Loenzo —dijo la voz ronca y desapacible que fluyó desde el interior. Las cuerdas vocales parecían rostizadas por el fuego.

El padre Loenzo esparció en derredor su mirada antes de atreverse. Ingresó desconfiado al confesionario. Se puso de rodillas en el reclinatorio y quiso echar un vistazo a través del bastidor tentado por el señuelo misterioso que lo tenía imanado.

—¿Quién es usted?, ¿qué cree que hace?

Su voz sonó acobardada.

—Soy su confesor, padre. Puede llamarme: «Mensajero».

—¿Mensajero de quién?

—Sólo le diré que me debe obediencia.

Las palabras se escucharon como parte de un mandato desconocido.

—Qué le dijo a la joven...

—¿Es esa su gran preocupación? Lastimosamente debió enterarse de su deslealtad. Le conté lo que los dos sabemos. Soy su confidente sentimental. Y a cambio de callar la boca con la comunidad, debí escuchar su oferta para mi petición... Creo que compartiremos el pan, padre. Esa fue su penitencia.

El comentario del extraño calentó en su estómago como ácido que le quemó algunas de las vísceras, expandió el dolor hasta el pecho y se irradió hacia la garganta para obligarlo a toser.

Entre vientres de papelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora