Capítulo 7

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Analé fue a la casa de su hermana acompañada de su esposo. Zior advirtió la llegada. Tenía llaves para ingresar en caso de emergencia. Así lo previó su hermana cuando se las entregó sin dimensionar el tipo. La llamó a gritos desde el ingreso a la sala sin obtener respuesta. Se dirigieron al dormitorio donde la hallaron dopada de pánico con la espalda recostada a la pared, los muslos recogidos imitando el vientre, las manos aferradas con fuerza a las piernas, y el mentón martillando en las rodillas.

Luego de imaginarla desangrada y con las vísceras esparcidas en la cama, Analé contuvo el corazón en su sitio, la atrajo hacia su pecho para destensar la rigidez de su posición, y se atrevió a levantar la batola para descubrir un vientre plano, sin las alteraciones de los ocho meses por los episodios del amor.

Fue inevitable llorar, cuando llevaba ocho meses festejando con ella la odisea de ser madre. Era su hermana menor y su mejor amiga. Y ella, se supone que era su protectora. No había una madre ni había un esposo.

Andreu la tomó en sus brazos y la cargó hasta el vehículo.

La condujeron al hospital. Permaneció en la sala de urgencias hasta que la médica Swana la atendió al enterarse de su presencia. Analé la llamó desde el celular de su hermana. Fue conducida a la sección de maternidad sin que los médicos de urgencia lo comprendieran. Ya se enterarían.

Andreu regresó a la casa de Légore para alimentar a Zior. Fue la disculpa perfecta. No era la única intención que tenía en mente. Escudriñó por todos los rincones como un obstinado sabueso sin que quisiera encontrar el feto gateando por el piso. Era lo que menos deseaba. Exploró incluso en la intimidad de su cuñada al revisar sus cosas personales, ropa y documentos. Tampoco esperaba encontrar algún pasaporte con la foto del feto. Neciamente buscaba sin saber qué, la evidencia que le dijera algo. Pero todo se hizo invisible y enmudeció durante la noche del extraño acontecimiento.

Debió marcharse con la incredulidad martillando en el encéfalo armonizada con los latidos de Zior.

Desde el hospital Analé no dejó de pensar en la misión de su esposo. Sabía lo terco que era cuando se le metía algo en la cabeza. Pero tal obstinación no opacaba las dos virtudes que la enamoraron. Era un hombre complaciente y compasivo. Ella, desde la distancia, parecía hacer uso de la telequinesia al pensar las cosas que debía mover para buscar al feto. Un burdo pensamiento le insinuó que lo buscara, pero igual que su esposo, no esperaba encontrarlo.

Pensó en todo, menos en que debía retirar el pesado bloque de incredulidad sembrado en su entendimiento para ver las cosas con lucidez. Hasta se atrevió a orientar su búsqueda mediante la telepatía cuando igual le conversaba con los pensamientos.

Estaba tan confusa como él, pero menos que su hermana.

Cuando soportaba el silencio póstumo de la sala de espera y el traquetear de los pensamientos sin forma, retornó la médica para conversar con ella.

Tenía el aspecto conmovedor de un menesteroso espiritual mendigando una respuesta a la razón, reacia para consentir que detrás del bien, en los suburbios de la fe, se oculta el mal y se reproduce. Se le veía cabizbaja y pálida.

Perdió centímetros de estatura sin ser alta, luego de que el incomprensible suceso del hurto fetal le propiciara un golpe en su barriga. La belleza, la juventud y la felicidad que la caracterizaban en su labor humanitaria con el complexo síndrome de la salud, lucían desabridas por el impacto existencial al enterarse de la aflicción de su paciente. Una verdad dolorosa e inexplicable para su juicio. Conocía a Dios, y con Él laboraba en su modesto consultorio y en el quirófano de algún hospital.

—No puedo negar que estoy atontada —declaró Swana—. La última vez que la revisé fue ayer en la tarde con un hermoso embarazo de treinta y dos semanas; y unas horas después, cero semanas. Como si jamás hubiera estado embarazada. No sé qué cosa ocurrió en su organismo ni quiero imaginarlo. Discierno que es obra de los enemigos de Dios. —Se santiguó. ¿Quién no con semejante suceso?—. Un evento traumático como el que padeció Légore, es un síntoma suficiente para que experimente una sensación de aturdimiento inimaginable, o caiga en un estado de shock emocional que la aísle en una clínica de reposo.

Suspiró, y por los gestos de su rostro, es probable que se preguntara: «Donde estás Dios». Luego prosiguió.

»Su presión arterial es muy baja, tiene dolor torácico y dificultad para respirar entre otras manifestaciones. Es poco, si se compara con semejante pérdida. Ya conversé con el doctor Aranzazu. Es ginecobstetra. Uno de los mejores. Está bastante interesado en el tema que no demorará en llegar. Se encargará de los exámenes médicos para evaluar su estado. Es posible que muestren alguna evidencia. Por lo demás, la mantendremos sedada para evitar cualquier suceso inimaginable —levantó las manos al cielo en son de reclamo.

—No creo que mi hermana esté interesada en quedarse hospitalizada sin hacer nada.

—¿Qué podría hacer ella? —preguntó la doctora, imaginando que sin el Dios que la acompañaba en cada emergencia, qué podría hacer un simple mortal.

—Ir a la policía... Supongo —respondió Analé saboreando entre palabras la pesadumbre de un dolor que igual sentía suyo por la conexión de sus vidas.

La doctora Swana agrandó los ojos. No esperaba una respuesta tan simple y lógica.

Entre vientres de papelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora