Capítulo 18

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El sueño no fue compasivo ni el insomnio amigable. La noche se hizo eterna.

«No temas. Yo tengo tu vientre».

Le dijo el padre Loenzo al oído mientras le acariciaba su barriga vacía. Légore mantenía los ojos cerrados, sumisa en el encantamiento del reencuentro. Él tomó su mano y la condujo a su propia barriga. Estaba hinchada debajo de su sotana. Fue el motivo para que le quitara el pasador a sus párpados, quedando de frente a su rostro que bosquejaba una risa maléfica, sin música, que luego se escuchó atrapada en una explosión estridente de instrumentos musicales, igual que vislumbró con claridad su vestidura talar de la que resaltaba el alzacuello.

Antes de que el grito la rescatara arrancó su mano posada en el vientre que era suyo.

Analé corrió a abrazarla. Había decidido pasar aquella noche en su casa cuando el misterioso suceso del reencuentro inesperado con su amigo, era una dolencia anticipada. Por la forma en que la vio llegar, predijo que no sería una noche fácil para que remara solitaria en ella.

La rodeó con sus brazos para atraparla en su regazo y hacerle entender que no estaba sola.

Tenía el corazón palpitando en todo el cuerpo como si estuviera desplazándose veloz por el sistema sanguíneo. Las manos colgaban pesadas sobre la cama para anclarla a ella convirtiéndola en un féretro. Tenía el rostro empapado de sudor, los labios impedidos para hablar y el maxilar tembloroso, que amenazaba con desencajarse. Las lágrimas corrían por sus mejillas sin música de fondo.

Se habían atrofiado sus cuerdas vocales con el grito.

Sobre el lienzo oscuro de la pequeña noche atrapada en el dormitorio, y adulterada con el resplandor de la lámpara, era parte de una pintura alucinante caracterizada por la existencia crónica de un dolor visceral en todo el cuerpo, originado por las contracciones de los músculos teóricos del alma.

Leonzo Estepia era responsable.

El padre Loenzo Espetia no estaba enterado.

O podría ser al contrario.

Entre vientres de papelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora