Capítulo 17

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Légore accedió a encontrarse con el padre Milson fuera de su casa. Estaría acompañado de su amigo, el padre Loenzo. El verlo entusiasmado en el caso despertó su interés, por lo que decidió acompañarlo. El café al aire libre que acostumbraban frecuentar al menos una vez al mes en sus encuentros clericales, era el sitio indicado para la reunión.

Ejercitados en la disciplina espiritual, con el rigor de los horarios de las misas para cumplirles al Señor y la comunidad, ya disfrutaban del café, las galletas de mantequilla y la tertulia.

Légore se había retrasado unos minutos. Se acercó sin haberlos advertido. Caminaba distraída con su cerebro embotado de las cosas usuales. No había manera de que su juicio no se enzarzara y sus pensamientos dieran marchas atrás al avistar mujeres en estado de gestación, o ver a madres cargando a sus hijos en el regazo.

Cuando llegó a la mesa donde se hallaban halada por el aire sin darse cuenta, su mirada se cristalizó antes de volverse trizas sin percatarse del entusiasmo del padre Milson y la tranquilidad del padre Loenzo:

—¡Leonzo! —voceó una sola vez para quedar atónita. La conmoción duró milésimas de segundos para un nuevo aire en el que voceó de nuevo incluyendo el apellido:

—¡Leonzo Estepia!

Los clérigos se miraron entre sí, retornando la mirada a su rostro angustiado.

El garfio de su mirada ancló con rudeza en el rostro del padre Loenzo que la contemplaba con naturalidad.

Al verlo luciendo el traje eclesiástico que supone la consagración de la naturaleza humana, y que habitualmente llevaba con orgullo para ser reconocible a los ojos de la comunidad como pertenencia de Dios, sin que la misma comunidad se enterara de su comportamiento cuando no lo portaba ni era a quien le pertenecía, Légore transformó su rostro, para darle vida a una especie de locura existencial forjada súbita entre el suplicio y el espanto. Fue en ese instante en que la mirada se fragmentó, y la ira inesperada hizo proliferar sus miedos más íntimos que rasgaron el tejido de su conciencia. Una premonición satánica se reflejó en su aspecto físico, luego de que la razón se desmoronara para dar paso a la desintegración de su personalidad.

Se había vuelto histérica... Tocó su vientre vacío con ambas manos antes de emprender la huida.

Corrió sin dirección. Los inofensivos gritos del padre Milson para detenerla no fueron más que lazos de ilusión que se descocieron con la realidad.

Los vehículos frenaban súbitos para evitar atropellarla. Todos desconocían que su espíritu ya había sido atropellado minutos antes. Sin embargo, el último no logró eludirla golpeándola con el costado izquierdo para lacerar su cuerpo contra el pavimento.

Se incorporó sin que su cerebro se percatara de otro dolor. Nada detendría su terquedad. Era obvio que huía de algo o de alguien. Parecía un ánima precipitada en un paraje olvidado entre la vida y la muerte... Pero más muerte que vida.

Se perdió a la distancia entre el tumulto de gente y las edificaciones.

Después del suceso sin explicaciones, el padre Milson se despidió de su compañero para intentar localizar a Légore. Cada quien tomó su camino. Tras avanzar algunos pasos dio vuelta y se detuvo para mirarlo. Lo vio marcharse con naturalidad como si nada hubiera sucedido. No se dio por enterado.

Era entendible cuando no la conocía. Se supone.

Analé fue la primera en enterarse del extraño suceso por boca del sacerdote. Los detalles fueron mínimos y su hermana interpretó la huida como una pérdida de interés por el estado depresivo de los últimos días. No aconteció igual con la oficial Eminda que de inmediato esclareció:

—Leonzo Estepia es el padre de su hijo extraviado... Lo tengo en su declaración.

El impacto de la noticia dejó en suspenso la funcionalidad de todos los órganos del cuerpo del sacerdote desde el cerebro hasta la piel. Dio la impresión de haber sido más de un minuto que por poco el alma se ausenta creyéndolo muerto. Luego del reseteo de su cerebro, el maxilar respondió para ajustar la boca cuando también había quedado suspendido.

Había colgado el teléfono sin despedirse. No escuchó cuando la oficial Eminda repitió su nombre una y otra vez. Lo último que le dijo fue: «lo espero en mi oficina». Cosa que no se daría en varios días.

La búsqueda fue inmediata. Los resultados no. Luego de un par de horas, Analé acompañada de Andreu decidió ir a la casa de su hermana. La esperaron impacientes dos horas más mientras llamaban a los centros de urgencias médicas. Zior la olfateó con tiempo y sus ladridos los llevaron a su encuentro.

Estaba a una cuadra de su casa. Había perdido el bolso y los zapatos. Caminaba apesadumbrada con el pavimento quemando las plantas de los pies.

—¡Oh por Dios! ¡Légore! —exclamó Analé.

Los dos se abalanzaron para auxiliarla.

Luego de llevarla a la cama, sumergir sus pies en una ponchera con agua fría, prepararle una infusión medicinal, recostar su cabeza entre sus piernas y acariciar su cabello mientras callaba, Légore recordó que podía hablar.

—Está vivo —dijo.

—¿Quién?, ¿quién está vivo? —preguntó Analé.

—Leonzo.

—¿Quién te lo dijo?, ¿otro anónimo?

—Lo vi.

—¿Estás segura que era él?

—Era él —respondió con certeza.

—¿Dónde lo viste?, ¿habló contigo?, ¿qué te dijo?

—Es el amigo del padre Milson. También es sacerdote —añadió.

—¿Qué dices? Eso diría que...

Llevó la mirada hacia su vientre.

—Sí. Eso supuse. Por eso creí enloquecer.

—¿Por eso se hizo pasar por muerto?, ¿por qué no te dijo la verdad?, ¿y por qué nadie supo dar razón de él?

—Tiene otro nombre.

—Por Dios, Légore. Entonces... debiste confundirlo. Las personas se parecen... debiste hablarle. Debiste...

Interrumpió

—No hacía falta. Era él —insistió.

Ahora sus rostros tenían un parecido inigualable y aterrador, más que cualquier otro día; más que lo que hubiera escrito en su ADN.

—Descansa. Mañana hablaremos con el padre Milson. Seguro habrá una explicación...

—No quiero hacerlo. Al menos por ahora.

Analé rememoró las palabras del padre Milson cuando la llamó para enterarla. No comprendió el mensaje. Supuso que habría sido mayor su preocupación.

Continuó acariciando su cabello y así sería por un buen rato.

Légore no tenía intenciones de vencer su cansancio y se dejó arrastrar en su corriente. Su hermana la despidió con un beso en la frente. Siempre fue así. Era mayor por ocho años y se había convertido en su paño de lágrimas, protectora, consejera, lazarillo, confesora y su mejor amiga.

Se tenían la una a la otra desde la muerte de su madre cinco años atrás. De su padre supieron poco desde la niñez. Alguna vez se enteraron por una tía, hermana de su madre, de que era alcohólico, y que en alguna época fue mujeriego y aficionado al juego de cartas. Pero que a pesar de sus adicciones, nunca les faltó con la comida. Eso fue todo. Ni siquiera mencionó el día de su muerte. Si es que había muerto.

Entre vientres de papelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora