Capítulo 19

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Por dos días el padre Milson intentó comunicarse con Légore a través de su hermana, quien le comunicó que no estaba en disposición para atenderlo. También se interesó en vigilar a su amigo. Había tres razones para hacerlo: la conducta asumida durante la homilía, el símbolo en la palma de su mano que seguía siendo un misterio y la fatídica noticia de que era el padre del hijo de Légore.

Desde el fallido y traumático encuentro que le tenía los pensamientos y el estómago revueltos con pérdida del apetito, una cefalea aburridora lo martirizaba, cuando golpeteaba con fuerza en su cerebro el ominoso comentario de que su amigo aparte de ser «sacerdote» era «papá». Y probablemente, la presión alta que le fue diagnosticada junto con el problema cardíaco, le tenía elevada la temperatura corporal. Más que suficiente para abstenerse de comunicarse con la oficial Eminda. Al menos por un buen rato.

Estaba consagrado a su intuición.

Llegó el día. El padre Loenzo salió de la casa cubierto con un abrigo largo de capucha que le ocultaba la cabeza. Lo vio desde el carro estacionado a media cuadra. Tomó taxi. Se dispuso a seguirlo a su destino. Luego de dejar el taxi, ingresó a un bar en el centro de la ciudad. Aguardó unos minutos antes de rastrearlo. La sagacidad despertada en tantos años de servicio eclesiástico le murmuraba al oído interior para decirle que su sospecha era cierta. Quería averiguarlo en persona. Ingresó decidido. Fue hasta el fondo del bar abriéndose paso entre la gente. La risa que llegó a sus oídos tenía la huella desde su nacimiento. Era la misma voz. La mujer recostada a su cuerpo increpó en su boca una y otra vez sin que fuera una confesión. Creyó escuchar el nombre de Jaila. El padre Loenzo tomó un sorbo de licor y rio, luego de que le perdonara sus pecados balbuceando en su oreja. El padre Milson se acercó con el sigilo de una pantera acechando la carnada. La mujer lo miró mientras reía y luego él, mientras gozaba. No era su amigo cuando no lo reconoció.

—¡Leonzo Estepia! —lo llamó con voz fuerte cuando la música sonaba...

El padre Loenzo volvió el rostro hacia el desconocido acatando el llamado.

—¿Lo conozco? —preguntó luego de percatarse de su presencia.

Se dejó ver libremente sin emitir una palabra. Pudo comprobar que en el cerebro de su amigo había un inquilino. Y no habían sido presentados.

Era hora de insistir en hablar con Légore.

Al día siguiente antes de ir a visitarla pasó por la casa de su amigo... Se detuvo enfrente y llamó a la puerta.

—Padre Milson ¡Qué sorpresa!

Lo dijo con suma naturalidad. Ya no era el señor Leonzo. Su rostro libertino lucía apático por el trasnocho y la inmoralidad. Debió pecar hasta escurrir las ganas fracturando las cadenas promiscuas del celibato.

En su espíritu desierto sus propios pecados ya tenían oasis.

—Pensé que sería una hora oportuna para tomar una taza de café en la casa de mi amigo —expresó.

—Siempre eres bienvenido a mi casa. ¿Tomarás el café y me acompañarás a celebrar la misa?

—No lo creo. Debo atender un asunto prioritario...

—¿Ya Dios no lo es?

—Siempre. Es sólo que este asunto tiene que ver con Él.

—Pensé que me salvarías del dolor de cabeza.

—¿Te bebiste el vino de consagrar en la noche?

—No lo creo. Tomé un libro, leí y no sé hasta qué horas lo hice. No recuerdo nada más.

Caminaron hasta la cocina. El padre Loenzo sirvió dos tazas de café del termo que tenía preparado.

—¿Y a Légore?, ¿la recuerdas? Hace una semana...

—¿La mujer que ayudas por lo del feto...?

—Sí. La misma.

—Sentí lástima por ella. El trauma por lo vivido se está convirtiendo en un verdugo que no la dejará tener paz. Ya olvidé la forma en que me llamó.

—Leonzo —mencionó sin vacilar a la espera de ver su reacción.

—Leonzo... derivado del nombre León que representa a éste animal en los dos bandos: el bien y el mal. No comprendo. Tal vez esté relacionado con su pérdida de fe... cuando Dios no la salvó de la tragedia, y lo culpa en cada ministro de la iglesia.

—Hasta ahora no lo ha hecho conmigo.

—No portas el vestido talar, amigo. Te ve envestido de naturaleza humana.

—Es probable —respondió.

Sorbieron el café sin perder la línea de vista imaginaria por encima de las tazas. Había enlace, y el espectro de sus pensamientos los conectaban así desconocieran lo que pensaba cada quién.

A los pocos minutos se despidió.

Se dirigió al Departamento de Policía. Decidió consultar con el doctor Sié el tema antes de enfrentar a Légore.

Entre vientres de papelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora