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El trabajo de barrendero era duro. Sentía que me conjelaba hasta la médula y las manos se me llenaban de ampollas, pero, a diferencia del resto de barrenderos, yo tenía que lidiar también con las burlas, los insultos y los golpes de la gente que me veía limpiar.

Y es que los que pertenecen al bando perdedor nunca son bien recibidos en la posguerra. Tras dos semanas de trabajo, ya me había visto obligado a sanarme un tobillo fracturado y dos costillas rotas, producto de gente que había perdido a familiares o amigos a manos de algún mortífago.

CaminosWhere stories live. Discover now