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Harry andaba de un lado a otro de la casa con nerviosismo, sacándome de quicio.

   —¿Qué es lo que te pasa? —le pregunté con el entrecejo ligeramente fruncido, tras darle un mordisco a la tostada de mantequilla de cacahuete y mermelada de fresa que estaba desayunando.

   —¡No sé dónde demonios he puesto mi varita y tengo que desaparecerme en menos de diez minutos! —me respondió alterado, mientras comenzaba a revolver en los cajones de un mueble de la sala. Parecía a punto de sufrir un ataque de nervios.— Soy increíble. ¿Qué pensará la gente de mí? Llegando tarde el día en el que me reincorporo al trabajo.

   —No pensarán nada. Eres Harry Potter. Probablemente se disculparán por haber llegado antes que tú —exclamé arrastrando un poco las palabras, pero Harry no me estaba prestando atención. Seguía abriendo y cerrando cajones sin ton ni son. Resoplé, puse los ojos en blanco y alcé mi varita—. ¡Accio varita de Harry!

   La conocida varita hecha de acebo salió del bolsillo de Harry y levitó con pulcritud hasta mi mano, que tenía extendida. Solté una carcajada, y Harry compuso una mirada avergonzada.

   —Gracias, Draco. Soy un desastre —dijo, acercándose hacia a mí.

   —Un poco sí, la verdad —afirmé tendiéndole la varita—. No tengo ni idea de cómo controlabas esos nervios al enfrentarte a los mortífagos.

   Harry compuso una sonrisa ladeada.

   —Me parece que estás hablando demasiado, cariño. La semana que viene, cuando vayamos a cenar a La Madriguera, ya veremos cómo de tranquilo estás tú.

   Eso me hizo callarme de golpe. La familia Weasley nos había invitado a Harry y a mí conjuntamente a una comida familiar. Aunque ya me había encontrado con todos los miembros de la familia y había ido bien, siempre había sido en situaciones mucho más... Informales. Aquella cena parecía algo serio. No sabía si estaba exagerando o no (aunque suponía que no, porque aunque Harry no me había dado la razón, tampoco me la había quitado), pero me daba la sensación de que aquella reunión se hacía para darme la bienvenida a la familia de forma "oficial".

    La idea me hacía sentirme halagado y muy agradecido. Los Weasley eran una familia que habían luchado en la guerra desde el principio, en numerosas ocasiones incluso contra miembros de mi propia familia. Tenía entendido que era la propia Molly Weasley la que había matado a mi querida tía Bella. Yo no le guardaba rencor por ello, y al parecer ellos a mí tampoco por nada de lo que había hecho yo. Era una situación extraña y que seguramenre iba a resultar incómoda, pero... También tenía algo de reconfortante. Parecía que por fin estaba dejando atrás el fantasma de la guerra.

   —¿Ya te vas? —dije de pronto, saliendo del ensoñamiento en el que me había sumido sin darne cuenta, al ver que Harry parecía estar a punto de desaparecerse.

   —Sí —asintió y, tras pensárselo un momento, dibujó en su rostro una sonrisa blanda y preguntó:— ¿Me das un beso de buena suerte?

   Puse los ojos en blanco.

   —Eres asquerosamente cursi, Potter —respondí. Pero, por supuesto, fui a dárselo. Las mejillas se me colorearon cuando lo besé, al pensar que realmente yo me había convertido en ese tipo de persona. —Buena suerte.

   Harry sonrió y se inclinó para darme otro beso. No dije nada, pero noté que todavía estaba nervioso.

   Cuando se desapareció y yo me quedé solo en casa, me di cuenta de que no tenía nada que hacer hasta que volviera. Supe que durante el día la casa se me iba a caer encima de una manera insoportable. Tenía toda la razón: cuando estaba deprimido no tener nada que hacer no era un problema, ya que no quería hacer nada, pero en ese momento tenía montones de energía y nada en lo que emplearlo, y eso resultaba bastante parecido a una pequeña tortura. No tardé en decidir que tenía que volver a trabajar.

   El problema era en qué. No creía que pudiera optar a nada decente dentro del Mundo Mágico, debido al estigma que todavía me precedía, y para los trabajos buenos del mundo muggle seguro que no estaba cualificado. Tras darle vueltas durante un par de horas, de pronto recordé el ofrecimiento que me había hecho Rita Skeeter vía carta: escribir mi biografía. Obviamente, me había parecido una idea pésima: las biografías de Rita Skeeter nunca dejaban a su protagonista a una altura más alta que la de los calcetines.

   Claro que, si era yo mismo quien contaba mi historia... Quizá incluso sirviera para limpiar un poco mi imagen, y de paso como autoterapia, ya que tal vez escribir mis memorias funcionase como una especie de catarsis. Había escuchado que a otra gente le había funcionado.

   Emocionado, bajé al callejón Diagon a comprar pluma y pergamino, que no tenía porque hacía mucho que no tenía necesidad de ellos, más que dispuesto a escribir mi autobiografía.

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NA: Hace no mucho, un narcotraficante bastante conocido dentro de mi país escribió su autobiografía. No es que sea un bestseller, pero no se vende mal. Me resulta, como poco, curioso :')

CaminosWhere stories live. Discover now