Capítulo I

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A las ocho y veinticinco en punto, aparcó frente al colegio Adda Clevenger School, en el Mission District de San Francisco. Su acompañante, sentado en la parte trasera del Maserati Quattroporte negro, estaba demasiado cómodo echándose una siesta como para darse cuenta de que el ronroneo del motor ya había cesado. Al verle por el retrovisor, no pudo reprimir una sonrisa. Se parecía tanto a ella. Salió del coche para abrir su puerta y despertarle, no podía llegar tarde a clase.

—Cariño... — murmuró al desabrocharle el cinturón y consiguió que abriese los ojitos poco a poco. Se los frotó y se desperezó— Vas a llegar tarde a clase.

—Sí, lo siento— se disculpó, aún somnoliento y esperó a que se apartase para bajar del coche con un salto— Es que tu música me da sueño— rio cuando él se agachó para besar su mejilla.

—Ya, ya— negó con la cabeza y cogió su mano para acompañarle hasta la puerta, donde ya estaban varios de sus compañeros— Que tengas un buen día, y pórtate bien— pero eso último ya no llegó a escucharlo porque ya había desaparecido entre la multitud de niños.

Volvió al coche y arrancó después de ponerse las gafas de sol. A pesar de ser septiembre, el sol y el calor ya eran los protagonistas del día y a pesar de haber vivido varios años en ciudades donde el verano se alarga hasta bien entrado septiembre, seguía sin acostumbrarse. Condujo por la carretera que rodeaba la bahía hasta el puente que unía San Francisco con Oakland, donde frenó de golpe y bufó por el tráfico que había. Iba a llegar tarde a trabajar, y él odiaba llegar tarde a cualquier sitio. Aunque fuese a comprar el pan. Las ocho y cuarenta y seis. Menos mal que le tocaban horas de oficina por la mañana. Empezaron a sudarle las manos. Odiaba sucumbir tan rápido ante las situaciones de estrés y a pesar de haber mejorado bastante con el paso de los años, le seguía superando cualquier detalle fuera de control.

Por fin vislumbró la torre del reloj del campus a lo lejos y giró para encontrar la entrada para los coches. Paró frente a la verja, sacó su tarjeta identificativa y enseguida se abrió. Le sorprendió que el aparcamiento no estuviese muy lleno a esas horas, a lo mejor no llegaba tan tarde como él creía. Consiguió dejar el coche cerca de la entrada y se puso la americana que descansaba en el asiento del copiloto después de salir. Sabía que se arrepentiría a los pocos minutos, las primeras gotas de sudor ya recorrían su frente, pero para presumir hay que sufrir. Y tener aire acondicionado en el despacho.

Recorrió los pasillos del Dwinelle Hall, mirando de reojo las grandes aulas vacías hasta el ala de despachos. El suyo estaba al final del pasillo y sonrió inconscientemente al ver el letrero colgado en la puerta que indicaba su nombre y su departamento. Sacó las llaves del bolsillo y la abrió, dejándola arrimada tras entrar. El despacho era simple, pero suficiente para él. Las paredes eran blancas y la mesa estaba frente a la ventana, con la silla entre ellas. Las estanterías estaban repletas de libros, revistas y archivadores, todos debidamente ordenados para así mantener el orden que reinaba en la habitación. Colocó la americana en la silla y se sentó, encendiendo el ordenador después.

Por supuesto, después de todo el fin de semana desconectado, su bandeja de entrada de correo electrónico estaba rebosante y suspiró, intentando concentrarse en el trabajo. Alrededor de la pantalla tenía pequeños post-it de colores con sus tareas pendientes. Las escritas en papeles amarillos eran las más urgentes, las azules podían esperar un par de días y las verdes no eran prioritarios. Antes de comenzar a contestar todos los correos atrasados, inundó la estancia con la voz de Ella Fitzgerald y Louis Armstrong con su Moonlight in Vermont. Así al menos el día de trabajo sería más llevadero.

—¡Alfred!— una voz masculina irrumpiendo en su despacho le sacó de su burbuja de concentración— Te llamé el sábado por si queríais venir a cenar a casa pero no cogiste el teléfono, te perdiste una buena barbacoa.

Turnedo |AU- Almaia|Where stories live. Discover now