Capítulo XI

2.5K 161 33
                                    




Hacía mucho tiempo que no pisaba esa ciudad. Quizás demasiado. Algo más que añadir a la lista de cosas de las que huía. Apoyado en la ventanilla del taxi, observaba las calles que hacía años que no pisaba. Todo parecía permanecer exactamente igual, quizás más gente paseando, pero la esencia de la ciudad no había cambiado. Era él el que ya no era el mismo. Pero no podía hacer nada ya, solo intentar adaptarse y... no echarse atrás. Le había costado demasiado llegar hasta allí como para escapar ahora.

El taxi por fin se adentró en el distrito de Les Corts y Daniel se removió en su regazo. Había caído dormido nada más montarse en el vehículo, con la cabeza apoyada sobre su pecho. Al pasar por delante del monasterio de Pedralbes, se dio cuenta de que el viaje estaba llegando a su fin. El taxista paró frente a una gran portalón verde y Daniel abrió sus ojos azules, mirando a su alrededor, desorientado. Alfred acarició su mejilla antes de besar su frente.

—¿Dónde estamos?— preguntó el niño, somnoliento.

Alfred dudó unos segundos antes de responder, mirando por la ventana.

—Estamos en casa.

El taxi se fue. Ya no había marcha atrás. Aferrándose con fuerza a la mano de su hijo, llamó al telefonillo de la columna de piedra. La cámara se iluminó y él miró al objetivo, esperando que quien estuviese dentro le reconociese. Y así debió de ser, porque el portalón no tardó en abrirse, dando paso al gran palacete de piedra. No había cambiado desde su última visita, hacía más o menos diez años. Había cambiado las macetas que bordeaban el camino hasta la puerta por unos rosales y se veían más hiedras en las paredes, pero, por lo demás, todo seguía exactamente igual.

Con indecisión, caminó hasta la robusta puerta de madera, y llamó al timbre de la que una vez había sido su casa. Un batiburrillo de emociones se arremolinaba en su interior, las manos incluso le temblaban... Hasta que la puerta se abrió. Apenas se vislumbraba nada del interior, del recibidor, pero Alfred no pudo evitar sonreír al reconocer quién les recibía.

—¡Alfred!—una señora mayor se acercó a abrazarle y él correspondió el gesto, separándose para besar su mejilla. Los años pesaban sobre ella, el pelo canoso y las arrugas en su cara delataban que ya no era la joven que algún día había entrado en esa casa para ayudar a cuidarle. Pero le daba igual, su presencia siempre le iba a recordar a su infancia. A su casa.

—María... Cuánto tiempo— sin dejar de sonreír, se hizo a un lado y Daniel, sin entender aún muy bien dónde estaban, entró al recibidor.

—No me lo podía creer cuando te he visto en la pantalla del telefonillo... Pero tampoco has cambiado tanto. No sabes cuánto me alegro de verte...— parloteaba sin parar, hasta por fin paró para fijarse en el niño que ya estaba en el centro de la estancia— ¿Y este pequeño?— se acercó a él y Daniel le sonrió. No sabía quién era, pero si había hablado con su padre no podía ser tan malo, ¿no?

—Yo soy Daniel— le tendió la mano, intentando parecer mayor y María no pudo evitar reír, estrechándosela.

—Encantada, yo soy María— besó su mejilla y volvió a mirar a Alfred, que estaba distraído con las fotos colocadas en el mueble que presidía la habitación. Le sorprendió que su foto de la graduación siguiese allí y María pudo leerlo a la perfección. Se acercó a él y posó una mano en su hombro— Se parece mucho a ti, ¿sabes?

Alfred se giró y la miró, con un suspiro. Era consciente de ello, pero no sabía si era algo bueno o no. No quería terminase siendo como él, quería que fuese mejor. Ese era uno de los motivos por los que se lo había llevado hasta allí.

Turnedo |AU- Almaia|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora