Capítulo XVII

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La luz del amanecer entraba a raudales en la habitación, bañándola con tonos anaranjados y rojizos. Por la puerta del balcón se colaban los ruidos de la mañana en el lago: el eterno runrún suave del agua en movimiento, el crujir de las hojas al pisarlas y las melodías de los pájaros que descansaban en las ramas de los árboles. La ropa que tanto había sobrado la noche anterior seguía desperdigada por el suelo de la habitación, creando así un dulce caos en el que ambos querrían vivir eternamente.

Alfred se giró sobre si mismo, extendiendo el brazo para encontrarse con la cintura de Amaia. Sin embargo, solo se topó con un frío hueco en el colchón. Asustado, abrió los ojos y se incorporó de un respingo. Miró a su alrededor, desconcertado, perdido. El ritmo de su respiración iba aumentando mientras buscaba a tientas sus gafas. ¿Había vuelto a desaparecer? ¿Se había asustado? ¿Había sido solo un sueño? Se colocó las gafas y al ver el móvil de Amaia cargando en la mesilla, suspiró algo aliviado. No podía estar muy lejos. Quizás solo estaba en el baño.

Se sentó al borde la cama y alcanzó el pantalón de su pijama para ponérselo al levantarse. Se pasó una mano por sus rizos y miró hacia la puerta que llevaba hasta el balcón. Estaba medio abierta y él no recordaba haberla tocado la noche anterior. Caminó hacia ella con intención de cerrarla, pero al acercarse vio una figura apoyada en la balaustrada. A contraluz, podría haber sido cualquier persona. Pero Alfred reconocería a Amaia en cualquier lugar.

Envuelta en una de las mantas de la habitación, tenía la mirada perdida en la inmensidad del lago y movía nerviosa uno de sus pies. La luz del amanecer daba a su melena una tonalidad casi rubia y la piel pálida de su espalda se camuflaba a la perfección con la nieve en la cumbre de las montañas de alrededor. Sintió a Alfred acercarse, respirarle casi en la nuca, pero no se atrevía a girarse. No estaba segura de su aspecto después haberse la última hora llorando en el balcón y no quería preocuparle. No soportaría ver ni ápice de culpabilidad en sus ojos de nuevo.

—Me has asustado— susurró cerca de su oreja al llegar a su altura— He pensado que te habías vuelto a marchar.

—Anoche te prometí que me quedaría, ¿verdad?­— respondió ella, frotándose un poco los ojos y se giró entre sus brazos para mirarle— Aquí estoy.

—¿Has dormido bien? ¿Llevas mucho tiempo aquí fuera?— le preguntó, pasando un mechón de pelo detrás de su oreja— No quiero que te coja el frío y te pongas enferma.

—Estoy bien, no te preocupes— le sonrió ella, tratando de ocultar su tristeza. Pero él le conocía demasiado bien­— Me he despertado antes y no quería molestarte... Además, mañana volvemos a San Francisco y echaré de menos el aire no contaminado.

—Sausalito está alejado del centro y hay menos coches...— Amaia alzó las cejas ante su contestación y se mantuvo en silencio­— Amaia, sé que no estás bien. Tú seguirías durmiendo tranquilamente hasta si el Golden Gate se derrumbase— acarició su mejilla con el pulgar antes de besar sus labios— ¿Qué ha pasado?

—Tengo miedo— susurró ella, con los ojos cerrados— De volver a la misma mierda de siempre. De follar como si nada, de fingir que no pasa nada entre nosotros— empezó a sollozar de nuevo y se dejó abrazar por Alfred, que acariciaba su pelo para tranquilizarla— Pero sé que no puedo pedirte más, porque tú tienes una familia y yo solo he aparecido de nuevo para arruinarte la vida otra vez. Joder, es que no entiendo por qué no me odias...

A Alfred casi se le escapa una carcajada. ¿Odiarla? Si ella supiese... ¿Una familia? Su única familia era Daniel y estaba seguro de que a él no le molestaría una nueva incorporación. Pero Amaia no sabía ni la mitad del huracán constante que había sido su vida desde que se había marchado de Madrid. Y él tampoco quería volver a la misma mierda de siempre. Sin embargo, para no cometer los mismos errores que en el pasado, tenía que ser sincero, por mucho que le fuese a doler contarle toda la verdad.

Turnedo |AU- Almaia|Where stories live. Discover now