Capítulo IV

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Alfred cerró la puerta de su despacho y aún rebosante de adrenalina salió del edificio hacia su coche. Seguía sin asumir lo que había pasado hace menos de una hora. De repente, Amaia había vuelto a aparecer en su vida, se habían acostado y después de un par de caricias, ella se había levantado, se había vestido y se había despedido diciendo simplemente revisaré todo lo que me ha indicado esta noche y mañana volveré a verle por si queda algo en el aire, profesor García. No podía negarlo, le ponía demasiado cuando le llamaba así. Pero ahora tenía que dejar de pensar en ella.

Tomó un camino más largo de vuelta a Sausalito, necesitaba relajarse antes de entrar en casa de nuevo. No tanto por ella ni por él mismo, sino por Daniel. Ante todo, quería protegerle y era un niño demasiado atento que se daría cuenta si llegaba a casa con una expresión un tanto contrariada o simplemente distinta a la habitual. Por fin se plantó delante del portalón blanco del garaje y lo abrió con el mando a distancia para meter el coche dentro. Lo que menos le apetecía en ese instante era entrar en casa, terminar de darle la cena a su hijo, acostarle y luego bajar a cenar con ella. Prefería salir a recorrerse San Francisco hasta dar con el portal de Amaia y descubrir (o más bien, redescubrir) todos los rincones de su cama, de su cuerpo y de su alma. Sin embargo, con la madurez y los años venían también ciertas responsabilidades ineludibles.

Subió las escaleras hasta el pasillo de la primera planta y enseguida escucho las risas de Daniel, probablemente viendo alguna película de dibujos animados mientras cenaba. En la cocina estaban el niño sentado terminándose los gajos de una mandarina y ella guardando los platos limpios en el armario sobre el fregadero. Le sonrió cuando le vio entrar y él le devolvió el gesto, sentándose junto a su hijo.

—Dan, te estás poniendo perdido con esto, tesoro— rio él al ver que el zumo de la mandarina ya había llegado a la camiseta de rayas del niño.

—¡Lo siento! Es que salta mucho— respondió metiendo el último gajo en la boca y juntó sus manos con un gesto de desagrado— Puaj, ahora están pegajosas.

—Normal— negó Alfred, recogiendo un poco el desastre que había dejado su hijo que parecía que había intentado asesinar a la mandarina más que comérsela— Venga, despídete que vamos a la ducha y a dormir.

Daniel saltó de la silla al suelo y corrió a junto de la mujer, que ahora sacaba el mantel para cenar ellos más tarde. Besó su mejilla para darle las buenas noches y enseguida regresó con su padre, que le tendió la mano para subir las escaleras a su cuarto. Al llegar le ayudó a desvestirse y cuando iba a acompañarle hasta el baño, él le frenó.

—Papá, ya tengo seis años. Puedo hacerlo yo solo— le dijo antes de que desapareciera dentro del baño y Alfred negó. Tenía que ser tan cabezota como él.

—No, si lo hago para que no hagas una piscina aquí— entró en el baño y descolgó su pequeño albornoz de detrás de la puerta— Me quedo aquí vigilando.

—Bueeeeeeno...— replicó el niño, enjabonándose— ¿Cuando cumpla siete podré ducharme ya sin nadie vigilando?

—Cuando cumplas siete ya hablaremos, no te adelantes— le contestó y el niño frunció el ceño pero decidió no continuar. Sabía que por mucho que insistiese, su padre no iba a dar el brazo a torcer. Resignado, salió de la ducha y dejó que Alfred le pusiese el albornoz y lo atase. Se detuvo un momento a mirarle y suspiró. Deseó, por segunda vez en el día, detener el tiempo y disfrutar de ese instante para siempre. Daniel ya le miraba un poco extrañado.

—Papá, ¿estás bien?— inquirió con sus ojos castaños curiosos. Alfred asintió, besando su frente y le acompañó de nuevo a la habitación.

Turnedo |AU- Almaia|Where stories live. Discover now