Capítulo IX

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Alfred se hubiera quedado dormido en su despacho de no ser por el señor de seguridad, que le avisó que iba a cerrar ya el campus y no podía quedarse dentro. Como un autómata, salió hacia el aparcamiento donde estaba su coche. Estaba tan aturdido que le costó encontrarlo. Era consciente que su estado no era el mejor para conducir, pero necesitaba llegar ya a casa. Quizás no a su casa de verdad, porque esa estaba en un apartamento en el centro de San Francisco, pero donde estaba su hijo. Sentía la necesidad de estar con él, de abrazarlo y quizás de hasta dormir a su lado, como aquella noche de noviembre. Quería protegerle de todo daño posible, aunque tenía miedo de que el mayor causante de daño para Daniel fuese él mismo.

Condujo más lento de lo normal, tenía pánico a que pudiera pasarle algo antes de llegar a Sausalito. Pánico a un volantazo, a la oscuridad eterna. Al entrar en su garaje, comprobó la hora. Suspiró, Daniel estaría dormido ya. Cogió su cartera de cuero, se la colgó al hombro y subió las escaleras hasta el pasillo principal. En la cocina, su madre y Miriam estaban ocupadas con la cena. Su hermanastra se giró de golpe al escucharle acercarse.

—Creíamos que habías decidido acampar en la universidad ya— ironizó Miriam, pero Alfred no le escuchó. Miraba a su alrededor, como si estuviese buscando algo. Se acercó a él y chasqueó los dedos frente a su mirada— ¿Hola? ¿Estás ahí?— su madre también le miraba, algo preocupada.

—¿Y Daniel?— preguntó él, desabrochándose el primer botón de su camisa.

—Arriba, con Emily— respondió su madre, acercándose a los dos hermanos para besar la mejilla de Alfred— ¿Qué tal el día? Has tardado tanto en llegar... Nos ha costado convencer a Daniel para que se fuera a dormir sin ti, seguro que está esperando tu beso de buenas noches.

Sin contestar, Alfred salió de la cocina y subió con prisa las escaleras hasta la habitación de Daniel. Desde el marco de la puerta no podía ver a nadie dentro, pero escuchó risas provenientes del baño de la habitación. Dejó la cartera y la americana en el pequeño sofá y caminó hasta ahí. Daniel enseguida le reconoció en el reflejo del espejo y se bajó de la pequeña banqueta que le servía de alzador para abrazarle.

—¡Papá!— se echó a sus brazos y Alfred le estrechó con fuerza, como si tuviese miedo a que se le escapase— Creí que te habías olvidado de mí.

—Pero cómo me voy a olvidar de ti, enano— sonrió él, separándole un poco para limpiarle la pasta de dientes de la comisura de sus labios— Es que hoy... ha sido un día complicado en el trabajo.

—Pero ya estás en casa— el niño besó su mejilla y él asintió. Ojalá estuviese en casa de verdad.

—Daniel, cielo— le llamó Emily y él se giró para mirarla— Tienes que acabar de asearte para irte a dormir, que ya es muy tarde— el pequeño asintió y volvió a ponerse frente al espejo para enjuagarse la boca.

—No te preocupes, ya acabo yo­— le dijo Alfred a ella, sin apenas mirarla.

—Si estás cansado, puedo...

—Ya acabo yo, en serio— la interrumpió él y ella asintió, saliendo del baño tras darle un breve y frío beso en los labios.

—¿Sabes, papá? Hoy no ha venido Emily a buscarme a la escuela de ballet— comenzó a relatarle el niño mientras Alfred se remangaba su camisa blanca— Al principio me he asustado un poco, ¡pero han venido la abuela y la tía! Me puse tan contento... Se las presenté a mi profesora y les dejó pasar para que les enseñase cómo es por dentro y todo. Me hizo mucha ilusión.

—¿En serio? Qué suerte, ¿no?— la expresión anonadada de Alfred al llegar a casa había desaparecido por completo. Y todo gracias a un crío de siete años— ¿Y qué más has hecho hoy? ¿Has presentado el mural de los dinosaurios?— inquirió él, cogiéndole en brazos para llevarle hasta la cama.

Turnedo |AU- Almaia|Where stories live. Discover now