Capítulo XII

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El despacho de su padre siempre había sido un lugar muy misterioso para él. Podría contar con los dedos de una mano las veces que había entrado en esa estancia durante los años que había vivido en Barcelona. Alfredo pasaba la mayor parte del tiempo que estaba en casa allí metido, recluido entre papeleo, reuniones y humo de cigarrillo. A Alfred le gustaba apoyarse en la puerta de madera desde el lado del pasillo y arrimar la oreja, intentando escuchar lo que pasaba dentro, hasta que su madre aparecía para llevarle a dormir.

Y ahora era él el que estaba dentro de la sala. Sentado en uno de los sofás de cuero negro y un pitillo, escuchaba atento a su padre. Llevaba diez años sin verle, sin escuchar su voz y apenas podía reprimir las lágrimas de arrepentimiento. Él era el único responsable del distanciamiento y tras descubrir todo lo que había pasado en su vida en ese tiempo, se sentía tan mal que no podía evitar echarse a llorar. Su mente se había vuelto a llenar de ojalás. Ojalá hubiera ido con él allí, ojalá le hubiera ayudado, ojalá le hubiera repetido hasta la saciedad lo orgulloso que estaba de ser su hijo, ojalá... Pero ya era demasiado tarde para eso.

­—Deja de sentirte culpable— dijo Alfredo al ver los ojos de su hijo cada vez más brillante— Tenías tus motivos para irte.

Alfred se mantuvo en silencio. Observaba cada rincón de la habitación: la gran mesa de roble que presidía la estancia, la butaca de espaldas al balcón en la que estaba sentado su padre, las estanterías infinitas de libros, la lámpara de araña del techo... Después, volvió a mirar a su padre. Tenía los brazos cruzados sobre la mesa y vaso de Cardhu solo a su derecha.

—Pero quiero saber por qué has vuelto­— prosiguió, calmado­— ¿Por qué ahora?

—Supongo que en mi vida también han pasado demasiadas cosas­— suspiró Alfred, cruzando las piernas— Y ahora siento que todo se me está yendo de las manos y... necesito volver a empezar.

Esta vez fue Alfredo el que se quedó en silencio. Sabía a qué se refería su hijo con demasiadas cosas, Miriam le había mantenido informado. Le había pedido que nunca se lo dijese a Alfred, porque era consciente de que se iba a enfadar. Ahora, quería que fuese él quien le contase todas esas cosas. Con la mirada, le invitó a continuar.

—No sé ni por dónde empezar­— Alfred soltó una carcajada irónica— Es todo tan complicado que...— se detuvo antes de proseguir para mirar a su padre. Sus ojos, cansados, ancianos, le demostraban que el tiempo se le estaba acabando si quería recuperarle, si quería que Daniel tuviese un abuelo— Cuando mamá y tú os divorciasteis y nosotros nos fuimos era demasiado pequeño para entender lo que pasaba. Solo veía como tú nos echabas de casa, de nuestro hogar, de Barcelona...

Alfredo quiso interrumpirle en su razonamiento, decirle que no había sido, pero Alfred estaba tan absorto en su relato que decidió esperar a hablar una vez que hubiera terminado de contar todo.

—Ahora entiendo que no era solo eso, que había otros motivos y sé por qué se pueden dar esas situaciones, pero con ocho años... Es bastante complicado. Yo solo escuchaba a mamá llorar y apenas te veía a ti. Era como si... no me quisieses ya en tu vida. Y me sentí desamparado, un niño sin padre­— Alfred respiró profundamente antes de continuar, tratando de reprimir las lágrimas— Cuando peor lo pasaba era en los festivales de fin de curso o en los conciertos del conservatorio. Todos los padres iban a ver a sus hijos, con sus cámaras de fotos y vídeos y al terminar aplaudían orgullosos. Conmigo solo estaba mamá. Al final de la actuación, me gustaba cerrar los ojos e imaginarte ahí, aplaudiendo a su lado también. Con el paso de los años, dejé de hacerlo. ¿Por qué iba a preocuparme de alguien que nos había echado de su propia casa?

Turnedo |AU- Almaia|Where stories live. Discover now