Capítulo XV

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El lago Flathead, en Montana, destacaba por su agua cristalina. Era tan transparente como el cristal que separaba la habitación de Amaia del balcón, donde había pasado la mayor parte de la tarde trabajando en su tesis. Había llegado la noche anterior y se sorprendió al ver que Alfred no iba en el mismo avión que ella. Por la mañana, al bajar a desayunar, le había parecido verle en la recepción, pero apenas se había fijado. Prefería no saber si era realmente él para no arriesgarse a tener que fingir ser amable delante de sus compañeros.

Por la mañana, había salido a pasear por la orilla del lago. Con un chaquetón negro y una bufanda de cuadros, caminó con las manos en los bolsillos, disfrutando del aire limpio y fresco que escaseaba en San Francisco. La nieve cubría todo a su alrededor, desde las cumbres de las montañas que rodeaban el lago hasta el césped que surcaba el sendero de madera. A Amaia le encantaba ese paisaje, le recordaba a los inviernos en Navarra, cuando iban a visitar a su abuela al pueblo. También le recordaba a su hermano, que iba siempre con Ángela y ella al parque junto al río y pasaban las tardes allí, entre peleas de bolas de nieve.

Mientras paseaba, había pensado en muchas cosas, quizás demasiadas. Pero siempre volvía a la misma persona. Alfred. En España, le había jurado a Aitana y a Roi que estaba bien, que le había superado y que ya no quedaba nada de él en ella. Sin embargo, esa semana, cuando había aparecido por la puerta de su despacho, su particular muro de Berlín se había hecho añicos. Ella era esa copa de cristal tan fino que se quebraba en mil pedazos con el más mínimo ruido. Él, en cambio, era los acordes graves de esa vieja canción sobre su pasado. Y cuando él empezaba a sonar, ella se rompía.

Y en él volvió a pensar mientras terminaba de maquillarse para la cena de gala de esa noche. Frente al espejo, se retocaba el moño que había conseguido hacerse tras pelear un buen rato con su pelo. Se sentía un poco incómoda con el vestido asimétrico negro que había elegido, porque no estaba acostumbrada a vestir así. La pequeña apertura en el lado izquierdo le permitía que caminar fuese una tarea mucho más fácil con los tacones negros que había escogido a juego. Cogió un chal de su maleta en el mismo tono y una pequeña cartera para guardar el móvil y, tras un largo suspiró salió de la habitación.

El salón del hotel estaba repleto de pequeñas mesas con aperitivos, camareros de traje correteando con bandejas repletas de copas llenas y vacías y de académicos de historia de todo el país. A Amaia no se le había dado nunca demasiado bien socializar, pero si quería evitar a Alfred tenía que acercarse a alguien antes de que él apareciese. Reconoció a uno de los chicos con los que había estado en un seminario esa tarde y se acercó a él, que parecía también un poco perdido como ella. Le dio un toque en el hombro y se giró, sorprendido pero sonriente.

—¡Amaia!— la saludó efusivamente, dándole un breve beso en la mejilla— Lo he pronunciado bien, ¿verdad?

—Sí, está bien— rio ella y cogió una copa de vino de una bandeja que pasaba por su lado— ¿Y tus compañeros? Creí que Stanford tenía presupuesto para mandaros hasta en nave espacial si fuese necesario.

—Qué va, a poco más venimos en autobús— ironizó Jason— He venido con mi directora de tesis, pero está demasiado ocupada ligando con el rector de Princeton. Supongo que quiere abandonarme antes de tener que leer otra versión del capítulo tres de la tesis— sonrió y Amaia negó con la cabeza.

—Mi director de tesis ni siquiera ha venido, si te sirve de consuelo.

—Ah, pero yo he hablado con alguien de Berkeley hace un rato y me dijo que había venido contigo— alzó las cejas, extrañado y miró a su alrededor— Mira, ese de ahí— y señaló a su derecha— ¿Le conoces?

Y tanto que le conocía. Apoyado en el alféizar de una ventana, con su esmoquin negro y una copa en su mano, estaba Alfred, tranquilamente hablando con dos hombres más. Estaba acostumbrada a verle vestido de traje, rara vez le había visto en la universidad en vaqueros, pero nunca le había visto tan... elegante. Parecía un conjunto hecho a medida, solo para él. Y sus ojos se encontraron. Amaia habría jurado que la acababa de desnudar con una sola mirada. Ella no se había quedado atrás, y se mordió el labio para reprimir un suspiro. Pero no, no podía pensar en él ya, al menos de esa manera. Por mucho creyese que el traje que mejor le quedaba era simplemente ir desnudo.

Turnedo |AU- Almaia|Where stories live. Discover now