Extra: Ich habe noch einen Koffer in Berlin

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Diez años antes...

Seis en punto de la tarde y todos los estudiantes se agolpaban en la puerta de la Universidad Humboldt en Berlín. Era viernes y todos querían huir cuanto antes de allí, quizás para coger el metro, bajarse en Alexanderplatz y desaparecer entre cervezas en Kreuzberg. Alfred, en cambio, no tenía tanta prisa y vagó un rato por los pasillos antes de pararse en una ventana y observar el paisaje. Era junio, aún no había oscurecido de todo pero la luz del atardecer ya bañaba el río Spree y se reflejaba en los cristales de la entrada al Museo Histórico Alemán. Suspiró, encaminándose a la salida. Echaría de menos Berlín, demasiados años y demasiados recuerdos.

Abrió el candado de su bicicleta y lo guardó en la mochila. Se montó en ella y empezó a pedalear por Unter den Linden, dejando a un lado la ópera y al otro la Plaza de la Revolución de Marzo. Cruzó el Schlossbrücke, pasando por el Lustgarten y la catedral hasta llegar al Foro de Marx y Engels, adentrándose así en Berlín Este. No importaba cuántas veces hubiera recorrido aquel camino, siempre le seguiría impresionando que hace no tanto tiempo un muro hubiera partido la ciudad en dos y, de alguna manera, dejado dividida para siempre.

Muros. En eso pensaba Alfred al pedalear por delante del Ayuntamiento Rojo. Las ciudades amuralladas, los castillos rodeados de murallas, los muros que marcaban fronteras... le encantaban los muros. Los muros que las personas construían a su alrededor. Le fascinaba cómo una construcción tan simple podía dotar de tanta seguridad, o al menos sensación de ella, a lo que estuviese dentro. Él mismo lo había comprobado, había construido un muro muy reforzado cuando era pequeño y en esos momentos resultaba prácticamente infranqueable. Tanto para dentro como para fuerza. Eso le frustraba. Si el muro de Berlín había caído, ¿por qué el suyo no?

Siguió su camino pasando por la Ostbahnhof y a la orilla del Spree estaba la East Side Gallery. Aún había turistas agolpados frente al Bruderkuss entre Brezhnev y Honecker, buscando la foto perfecta. Rio. Sabía que la mayoría de ellos simplemente querían la instantánea porque era lo que hacía todo el mundo cuando visitaba Berlín. Él preferiría el mural en el que se podía leer Wer will, dass die Welt so bleibt wie, sie ist, der will nicht, dass sie bleibt (quien quiera que el mundo se quede como está, no quiere quedarse en él). Siempre le recordó al optimismo insaciable de quienes se consideraban soñadores. Él también se había considerado un soñador, en su adolescencia siempre había suspirado por rebelarse y salvar el mundo. Después, según él, maduró y todo eso desapareció, paulatinamente. Pero esa frase siempre le llevaría a esos momentos, cuando todo parecía más fácil o, al menos, a su alcance.

Metió la bicicleta en su portal de Mühlenstrasse y subió sin demasiada prisa los tres pisos de escaleras que le llevaban a su apartamento. Empujó la puerta y el olor a macarrones enseguida le invadió. Se sacó la cazadora y la dejó sobre el perchero de la entrada, junto a sus deportivas. Se revolvió los rizos, caminando hacia la cocina, donde le recibió una pequeña figura de espaldas, removiendo algo en una olla.

—Hm... Qué ricos los macarrones de los viernes, ¿no?— se acercó a ella, cogiendo su brazo para tirar de él y poder mirarla. Sus ojos azules, risueños le miraron.

—De los viernes, y de los sábados, y de los domingos... ¿Cuándo vamos a ir a hacer la compra?— rio ella, rodeando su cuello con los brazos— Solo hay macarrones y cereales.

—Vaya, pues a mí se me ocurre otra cosa de cena— dijo él y la alzó por la cintura para sentarla sobre la encimera y dejó un reguero de besos y mordiscos en su cuello.

—Alfred... ¡Alfred, para! Que se nos quema la cena— ella negó con la cabeza y le empujó para separarse y bajar de nuevo al suelo.

—Vale, vale— sonrió él y dejó sus manos sobre sus caderas. Apartó la melena castaña a un lado para apoyar su cuello sobre su hombro y besó su mejilla— ¿Qué tal ha ido el día?

—Pon la mesa y te cuento, ¿sí?— cogió un poco de pasta con la cuchara de madera para que Alfred la probase y el chico asintió, separándose y estirándose para alcanzar los utensilios.

Ambos estaban sentados a la mesa, con un plato de macarrones con salsa de tomate y atún en conserva y un botellín de cerveza. Solo un día más.

—Y por fin he terminado el trabajo para historia moderna, que llevaba tantos días con eso que ya creía que no lo acababa más— Alfred bebió un trago de cerveza y miró a la chica—Tu turno.

—Hm, yo tengo algo importante que decirte— dejó el tenedor sobre el plato y Alfred se mordió la mejilla por dentro para calmarse. Su ritmo cardiaco había comenzado a acelerarse porque sabía que lo que venía ahora no le iba a gustar demasiado— He conseguido las prácticas que quería.

—Eso es genial— sonrió Alfred, pero sabía que no acababa allí— Pero...

—Pero... Son en casa— continuó ella, bajando la mirada— Me vuelvo a casa, Alfred.

El muro que rodeaba Alfred se tambaleó momentáneamente. Ella se iba a casa. Él no era su casa. Su casa era a unos cuantos miles de kilómetros. Era una posibilidad que siempre había estado en el aire, pero siempre había deseado que se mantuviese ahí, en el aire. Sin descender al suelo y hacerse realidad. Le dolió, mucho más de lo que se había imaginado que le dolería. Y sabía que le iba a costar superarlo, pero tenía que hacerlo. O al menos intentarlo. ¿Y qué se suponía que tenía que hacer él ahora? Quizás era el momento de volver a casa también.

Aquella noche, hicieron el amor como cada viernes. La ventana estaba abierta y el río ahogaba sus gemidos y jadeos. Al terminar, se quedaron abrazados sobre las sábanas. El silencio inundaba la habitación en la penumbra. Se acariciaban sin decir nada, disfrutando de la compañía del otro. No necesitaban más. Tampoco querían romper el momento, sabía que era uno de los últimos que pasarían juntos. Pero Alfred no dejaba de darle vueltas a la cabeza.

—Oye, Leah, necesito preguntarte algo— dijo Alfred, rompiendo la tranquilidad.

—Claro— contestó ella, girándose para apoyarse sobre él y mirarle.

—¿Te vas a olvidar de mí?— le susurró él, pasando un mechón de pelo detrás de su oreja y ella no pudo reprimir una media carcajada.

—Creo que esa pregunta debería hacértela yo a ti— alzó las cejas— ¿Me olvidarás tú a mí?

—Hm... digamos que siempre tendré una maleta en Berlín.

—¿Como la canción?— inquirió ella, mordiéndose el labio y él asintió— Pero las maletas están hechas para viajar, no para quedarse en un lugar para siempre.

—Entonces la perseguiré siempre— rio él y la besó, con una caricia en la mejilla. Quizás la última que le daría.

Cuatro años después...

El sol entraba a raudales por el ventanal de la habitación. La puerta del balcón estaba abierta, pero ella no se decidía. Llevaba la melena castaña recogida en una coleta y paseaba de un lado al otro, canturreando una nana. Escuchó unos pasos aproximarse por detrás y sonrió en anticipación, por fin había llegado a casa. Se paró en el umbral del balcón, observando la bahía a su alrededor. Los pasos estaban cada vez más cerca y suspiró tranquila al sentir unos labios sobre su sien. Estaba tranquila. Estaba bien. Estaba feliz.

Sintió que el niño que llevaba en brazos empezaba a revolverse, incómodo y unos brazos la rodearon, meciéndola a ella y a él casi al ritmo de las olas de la bahía. Sonrió, cerrando los ojos. Le encantaba esa sensación. La de estar en casa.

—No os encontraba en casa, creía que la había vuelto a perder— murmuró Alfred con la barbilla apoyada en su cabeza.

—¿El qué?— preguntó ella, extrañada.

—La maleta que había dejado en Berlín.






Madre mía, no quiero malacostumbraros subiendo dos días seguidos creo que todxs necesitábamos esto para entender un poco más a Alfred... Espero que os guste y no sé, qué no os decepcione demasiado. Espero con ansia leer hacia dónde van vuestras teorías a partir de aquí.

¡Un besazo y nos leemos pronto!

Turnedo |AU- Almaia|Where stories live. Discover now