29. El caballero de ojos dorados

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Columbus, Ohio, Estados Unidos, 1911

Los suaves rayos del sol entraron por la ventana, acariciando su piel y despertandola. Ella quería dormir un poco más, pero en poco tiempo tendría a su madre golpeando la puerta para que despertara. Salió de la cama y se vistió rápidamente para poder ir a tomar el desayuno en la cocina.

La cocina era pequeña y sencilla, pero tenía todo lo necesario para vivir dignamente. Las paredes tenían un empapelado con flores, las cortinas eran blancas y rojas y el piso era de madera. En el centro había una mesa redonda de madera con un mantel blanco que su abuela había tejido y regalado a su madre cuando se casó. La mujer de cabello castaño, con algunas canas, dejó un plato con pan recién hecho y una jarra de jugo de naranja. Ella sonrió al ver a la joven y sonrió.

–Buenos días hija.

–Buenos días madre —la saludó antes de sentarse a desayunar.

La vida en una granja podía ser difícil para muchas personas, pero para ella era divertida. Luego del desayuno iba a quitarles sus huevos a las gallinas y a recoger las frutas y verduras que estuvieran maduras. Junto a su madre se dedicaban a llenar cestos para que su padre pudiera llevarlos al pueblo y venderlos. Su padre, el señor Platt, se dedicaba a ordeñar a las vacas y cabras para que su madre, la señora Platt, hiciera quesos. El señor Platt mataba a los animales para vender sus trozos de carne y también trabajaba la tierra para que la joven pudiera sembrarla y cosechar sus frutos. No eran poderosos e importantes, pero les iba bastante bien y podían permitirse algunos lujos, como tener empleados.

Los años pasaban y el físico del señor Platt ya no era el mismo. Con el tiempo, tuvo que contratar a un par de hombres jovenes para que lo ayudaran con la tierra y el ganado. Los hermanos James y Jack Izner eran dos jovenes risueños que no tenían miedo de trabajar de sol a sol.

Los días de la muchacha eran monótonos y aburridos cuando debía esperar a que los frutos crecieran. Antes de casarse con el señor Platt, la señora Platt había sido una señorita que vivía en el pueblo. Ni los años en el campo habían logrado quitarle sus delicados y elegantes ademanes, por lo que ella estaba decidida a convertir a su única hija en una señorita y moderar su caracter salvaje. La niñez había durado demasiado pronto y ya estaba en edad casadera, por lo que había llegado el momento de dedicarse a cosas tontas como bordar, tejer y aprender a cuidar la casa para consentir y cuidar su futuro marido. A veces la joven la escuchaba y a veces no.

Si fuera por ella, viviría descalza, corriendo por el campo y trepando arboles. Le gustan los árboles desde que tenía uso de razón. El día estaba demasiado soleado y no pudo resistir la tentación. Se quitó los zapatos, las medias y el corsé y salió a correr. Comenzó a reír como una niña feliz y se dirigió a su árbol favorito, que era bastante grande y le permitía ver un gran paisaje verde desde la cima. Lo había hecho tantas veces que ya era capaz de trepar árboles con los ojos cerrados, sin embargo, algo paso. Un movimiento involuntario hizo que perdiera el equilibrio y terminara en el suelo, donde explotó un dolor insoportable en su pierna que la hizo gritar.

–¡Esme!

La señora Platt salió corriendo de la casa y vino hacia ella. James también dejó de hacer sus cosas para ir a ver que pasaba. La joven se sentó con cuidado y tocó su pierna, sintiendo como el dolor empeoraba.

–¡Niña loca! ¿Cuántas veces te he dicho que no te subas al árbol? Anda James, levantala con cuidado para que la llevemos al hospital.

James la cargó y fueron hacia el hospital del pueblo. No le agradaban mucho los hospitales pero el dolor en la pierna era mucho y debía ser fuerte para no ponerse a llorar. Luego de una hora en la que escuchó a su madre quejarse y darle sermones sobre lo que es y no es correcto para una señorita de su edad, consiguieron llegar.  La señora Platt le explicó a las enfermeras lo que había pasado y ellas la llevaron a una habitación en donde la atenderian.

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