Capítulo 38

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Había dejado de llover cuando Paula despertó al día siguiente. Envuelta en los brazos de Facundo, acercó la nariz a su pecho para sentir su delicioso aroma. Recordó de inmediato lo que habían compartido en mitad de la noche y no pudo evitar esbozar una sonrisa de satisfacción. Era increíble como ese hombre era capaz de transmitirle tanta calma, calidez, paz. Sentirlo a su lado le daba la fuerza que necesitaba para afrontar cualquier adversidad. Sin proponérselo, había entrado en su vida y la había cambiado para siempre. Gracias a él había conocido la felicidad plena y ahora que sabía cómo se sentía, no estaba dispuesta a renunciar a ella.

Siempre había sido consciente de que su matrimonio no era algo sano. Por el contrario, esa relación era asfixiante, tóxica, falsa. No obstante, nunca había hecho nada para ponerle fin porque se sentía en deuda con él. Al fin y al cabo, Andrés la había ayudado en su momento más oscuro y se lo había dado todo. Al menos eso había creído hasta ahora. Con todo lo que se había enterado de él, más su accionar en los últimos días, terminó de comprender que no podía estar más equivocada. Le había arrebatado su vida entera desde el momento mismo en el que decidió matar a una persona solo para que estuviese a su lado. ¿Quién en su sano juicio haría algo así? Un estremecimiento le recorrió la columna al caer en la cuenta de que durante años estuvo conviviendo con un asesino.

Alzó a vista para observar a Facundo. Todo en él era increíble, tanto en lo físico como en lo afectivo. Era atractivo, sexy, tierno. Tenía un cuerpo asombroso y un rostro de ensueño. Sus ojos, del color del chocolate, podían llegar a lo más profundo de su alma tan solo con posarse en los de ella y sus gruesos y sensuales labios que tanto le gustaban, eran capaces de transportarla al cielo en cuestión de segundos. Pero lo que en verdad la cautivaba, lo que había hecho que se enamorara perdidamente de él, era mucho más que eso. Era su personalidad, su sencillez, su amabilidad, su paciencia y entrega absoluta. Sin lugar a dudas, ese hombre tierno y apasionado se las había ingeniado para derribar todas y cada una de las barreras que había alzado a su alrededor.

Miró su reloj sorprendiéndose de la hora. Jamás se despertaba tan tarde. No pudo evitar pensar en la empresa y lo que sucedería cuando todos se dieran cuenta de que ella no estaba. Durante años se había sacrificado mucho para que la misma se posicionara entre las mejores y por eso le preocupaba qué sucedería al renunciar a ella. Si tenía que ser honesta, era eso lo que más lamentaba. Sin embargo, no se arrepentía de haberse ido. No, jamás podría arrepentirse. A partir de ese momento, se ocuparía de ella misma, de sanar viejas heridas y volver a armarse como persona y como mujer. Se merecía de una vez por todas experimentar la sensación de felicidad junto al verdadero amor.

Con cuidado de no despertarlo, se deslizó hacia un costado y se incorporó lentamente. Vestida solo con el camisón, sin molestarse esta vez en cubrirse con su bata, salió de la habitación en silencio. Caminó descalza hacia el cuarto de baño para lavarse la cara y los dientes y después se dirigió a la cocina. Quería preparar el desayuno y llevárselo a la cama como muestra de agradecimiento por todo lo que él hacía siempre por ella. Revisó las alacenas sorprendiéndose de lo bien abastecidas que estaban y sonrió, complacida, al encontrar en ellas justo lo que estaba buscando, un paquete de yerba, un termo y un mate. "Le va a encantar", pensó, entusiasmada. Puso a calentar agua en la pava eléctrica, llenó y encendió la cafetera y mientras esperaba a que todo estuviese listo, cortó pan para hacer tostadas, tal y como a él le gustaba.

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