La plaza

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El día que lo perdió todo nunca esperó ganar nada. Y mientras pudo, volvió en sí.

Ese día se paró justo en medio de la plaza. Y todos la veían y todos la abucheaban. Y mientras tanto ella, sin más que su voz como arma, exclamó:

"Quiénes, quiénes de ustedes han sabido amar. Quiénes han dormido sin dormir y despertado sin querer hacerlo. Quiénes han tratado, al menos unos minutos, de mirar al amor de frente, a los ojos. Quiénes han retratado en sus letras su coraje y su valentía cuando escriben 'te amo'. Quiénes han dejado en los libros viejos las cartas nuevas y en los libros nuevos espacio para las viejas. Quiénes han sido capaces de recordar lo mejor y lo peor y aun así seguir amando.

Que me cuenten cómo es que se deja de amar. Que me expliquen con franqueza cuánto tarda el tiempo en suspirar con dirección a otros lugares. Que sean honestos y respondan por qué se han mantenido en silencio.

Díganme cómo es que la razón se pierde cuando el amor viaja como arena entre los dedos. Cómo pueden estar ahí, tan tranquilos".

Cuando terminó, la plaza estaba vacía. Y la dejaron de ver. Y la dejaron de abuchear. Entonces repitió el monólogo una y otra y otra y otra vez. Casi cincuenta veces más. Pronto no tuvo voz, ni agua, ni respiración. Y todo lo que quedó de ella fue un último suspiro.

Se contuvo. Había estado sola por más de diez horas. Para entonces, el color del cielo consiguió jugar con los tonos rojizos. Cuando supo dar un paso atrás, un golpe en la espalda la contuvo. Otro más y el paso fue hacia adelante. Y llegaron a la plaza tres que la habían estado viendo detrás de los mercadillos. Y se acercaron. Y la miraron a los ojos sin decirle palabra alguna. El primero le dio agua; el segundo, aire y el tercero le regaló tiempo. Y entre más caminaba más gente se acercaba.

Regresó a la mañana siguiente. Ese día también se paró en medio de la plaza. Pero ese día no gritó. Suspiró. Ese día también llegaron una y dos y treinta y cuarenta personas más. Todas habían muerto ya y el tiempo las había resucitado. Ese día no gritó, lo hicieron los demás. Pero el tono fue distinto.

Estuvo horas sentada en medio de aquella plaza. Horas enteras suspirando en la misma dirección mientras todos gritaban. Estuvo ahí sin decir una palabra. Sin arrojar una lágrima. Casi inerte.

Cuando hubo un minuto de silencio logró salir de aquel circo. Y no tuvo que preguntar más, ni gritar más. Regresó a su lugar, a aquel que le había permitido seguir amando. Y gritó para sí. Fue, tal vez, el grito más silencioso, ese que solo pudo escuchar ella misma, ese que decía: "me amo, te amo".

PUNTOS SUSPENSIVOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora