02: Regalo

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En mis otras historias estoy comenzando a aplicar una dinámica, que es dedicarle capítulos a las personitas constantes que apoyan la historia, como un pequeño gesto de agradecimiento.

Este va dedicado a MilenaLandin por los comentarios bonitos en esta y las demás historias, y por enviar siempre mensajitos preciosos por Instagram♥. ¡Que lo disfrutes, chiqui! 

Aslan no era mi padre biológico, sin embargo, yo lo amaba como si lo fuera, y sabía que él a mí

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Aslan no era mi padre biológico, sin embargo, yo lo amaba como si lo fuera, y sabía que él a mí.

Lo conocí cuando tenía cuatro años, y aunque no recuerdo mucho —nada, en realidad— de aquellos tiempos, él me ha contado que lo nuestro fue amor a primera vista. Con él era difícil hablar sobre mi verdadero padre, ya que por lo general se incomodaba, y la mayoría de las veces me lanzaba la clásica «creo que eso debes hablarlo con tu madre».

A mamá no le gustaba hablar del tema. De hecho, jamás mencionaba algo sobre el abuelo o sobre mi verdadero padre. Cada vez que yo traía el tema a colación ella tenía el superpoder de esquivar mis preguntas de manera eficiente, y si no podía evadirlas, algo siempre se suscitaba y ella se excusaba, dejándome con más preguntas.

—¡Feliz cumpleaños, cariño!

Mamá se me lanzó encima después de dejar la bandeja de ponquecillos en la cama y me dio incontables besos en las mejillas, estando a punto de romper la montura de mis lentes con su euforia.

—Feliz cumpleaños, pequeño terremoto. —Mi papá logró darme un abrazo corto. Él siempre había sido un poco seco y quizás medio brusco, pero sabía que en el fondo su corazón era tan grande como el de una jirafa—. Te tengo un regalo.

—Y yo estoy lista para aceptarlo —respondí, riéndome y estirando la palma de mi mano para que me diera mi obsequio.

Él me había malacostumbrado desde pequeña con regalos, me obsequiaba cosas cada vez que me portaba bien, sacaba buenas notas, o simplemente quería quedar bien con mamá cuando discutían por alguna bobería —sí, yo era como su puente para enmendarse con ella, pero en esos casos no me importaba ser usada—. Cuando nació Augusto el volumen de obsequios disminuyó, ya que había dejado de ser hija única y tuve que compartir su atención con mi hermanito. No podía culparlos, hasta yo misma mimaba al bebé tanto como podía...

...Hasta que comenzó a crecer.

Eventualmente Augusto cumplió la edad requerida para empezar a dañar mis cosas, a decirle a mis amigos que yo me sentía atraída por ellos, a leer mi diario, a exhibir mi ropa interior por las ventanas, y todo ese tipo de actos que solo te hacen querer lanzar a los «más pequeños de la casa» por las escaleras, hasta que un ángel —¿Dios, quizá?— te decía que debías respirar, contar hasta cinco, y entender que solo eran niños.

—Cierra los ojos —exhortó mi papá, y seguí su instrucción sin poder ocultar mi emoción.

Casi pude sentir en mis manos el libro que tanto le había pedido para mi cumpleaños, o mis chocolates favoritos. ¿Me habría comprado la entrada del concierto que le había comentado?

Algo pequeño fue depositado en las palmas de mis manos.

—Yo también quiero un regalo —se quejó Augusto.

—No es tu cumpleaños, enano —me burlé.

—Ya puedes abrir los ojos —comentó papá.

Toda mi ilusión se desvaneció en un segundo cuando vi un objeto pequeño y alargado envuelto en un papel de regalo de Bob Esponja. Mi mente se puso en blanco, sin poder imaginar qué rayos podría estar allí dentro. Mi papá no era del todo creativo, aun así me miraba con un nerviosismo latente y una sonrisa forzada, presionándome sin palabras para que lo abriera rápido.

Cuando lo hice, mi rostro de estupefacción y confusión le borró el júbilo de sus expresiones.

—Esto es... —Le di vueltas al envase en mis manos y enarqué ambas cejas. Sentí un poco de lástima cuando entendió que no me gustó su regalo, así que fingí una sonrisa que al final terminó siendo una mueca digna del Guasón—. Gracias por gas pimienta, papá.

—Aslan, ¿para qué demonios Belén necesita gas pimienta? —preguntó mamá sin tanto reclamo, sino con la misma sorpresa que yo.

—La calle está muy insegura, y si no estoy con ella, necesito que tenga algo con qué protegerse si está cerca de algún peligro. —Se cruzó de brazos a la defensiva.

Ambos eran bastante paranoicos con el tema de mi seguridad y jamás entendí porqué tanta insistencia con que llegara siempre temprano a casa o que les informara dónde y cómo estaba. Pero en definitiva mi papá tenía que haber alcanzado un nivel épico de locura y trauma como para darme gas pimienta en mi cumpleaños.

—Es muy... útil —murmuré, todavía con una mueca espeluznante en mi rostro que intentaba emular una sonrisa—. Siempre sabes cómo sorprenderme.

—¿Qué es el gas pimienta? —preguntó Augusto, sentándose en posición de indio a mi lado, con sus tiernos ojos miel, aún más lindos que los de papá y mirándome con auténtica curiosidad.

—Digamos que es un ácido que puede paralizar y hacerle daño a las personas —respondí. Augusto soltó un suave "oh"—. Es justo lo que necesitaba para que dejaras de molestarme.

Dije aquello con una nota de malicia que le hizo mirarme aterrado.

Mi mamá me reprendió por amenazar al pequeño demonio, pero no me arrepentí ni un poquito. Decían que era mejor ser temido que amado, en especial para que te respetaran, y con Augusto tal frase era ley.

Cuando me dejaron sola para poder arreglarme para ir al colegio, aproveché en colocar un poco de música y bailar una coreografía improvisada para drenar la emoción de mis diecisiete años. A lo mejor era algo psicológico, pero definitivamente me sentí distinta esa mañana. Incluso creo que crecí un centímetro más. Lo único que no había cambiado era mi astigmatismo, por lo que no me desharía de mis lentes de momento.

Faltaban pocos días para que terminara el invierno y el polen hiciera de mi nariz un desastre, pero no podía negar que la primavera era mi estación preferida, en especial porque vivirla en Buenos Aires era deslumbrante.

Peiné mi cabello rubio y lacio, preguntándome de nuevo porqué demonios había aceptado la idea de tener flequillo: esos eran los únicos mechones de cabello rebeldes, que, o se adherían a mi frente, o se levantaban sin autorización y apuntaban a cualquier lugar con estaticidad. Me maquillé de forma suave, pero resaltando un poco mis labios y combinándolos con la montura roja de mis lentes.

—Eres un desastre, chica —me dije al espejo, guiñándome un ojo con diversión—. Ahora vamos a comernos el mundo.

Mamá y yo salimos del departamento, solía acompañarme en las mañanas dado que su trabajo estaba cerca de mi colegio. Mientras esperábamos por el ascensor, una figura más alta que nosotras apareció por el pasillo, y reconocí a la persona sin necesidad de voltear.

De forma deliberada, miré fijamente la puerta del elevador y mordí mis labios con disimulo ante un pequeño escalofrío generado por mis nervios.

Asfixiándonos con su colonia masculina, allí estaba, como casi todas las mañanas. 

Andrés.

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¡Holaa! Oficialmente la familia Manrenales-Ríos (creo que es la primera vez que les menciono el apellido de Aslan, jeje) nos dieron una pequeña oportunidad de ver cómo son. Ahora, toca conocer más a Belén y a Andresito. 

A ver, ¿qué esperan de Andresito? ¿Ustedes son de los que cargan gas pimienta en sus bolsos? Yo creo que no me atrevería, soy tan torpe que terminaría rociándomelo en la cara.

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Una sonrisa por alfajores © ✓ | (Watty 2019)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora